De camino a Jerusalén, Jesús pasó por los confines entre los confines entre Samaría y Galilea. Al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!” Al verlos, les dijo: “Id y presentaos a los sacerdotes.”
Y resulta que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió alabando a Dios en alta voz, y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le dio las gracias. Era un samaritano. Dijo entonces Jesús: “¿No quedaron limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios, sino este extranjero?” Y añadió: “Levántate y vete; tu fe te ha salvado.”
¡Este pasaje nos da una lección que jamás deberíamos olvidar!
En primera instancia, podemos alabar una y otra vez la compasión del Señor, que, en Su bondad, se apiada de los que están en necesidad. Estar enfermo de lepra significaba tener que vivir completamente excluido de la sociedad, por el riesgo del contagio. A esto venía a añadirse el hecho de que, no pocas veces, se entendía una enfermedad tal como un castigo de Dios, por lo que se sufría de un aislamiento que era quizá aún más doloroso. Pero Jesús no se deja influenciar por ello, y con amor se dirige a estas personas.
Cuando pensamos en la lepra, se nos viene a la mente aquella que el pecado provoca en el alma de una persona. Esta lepra no es tan fácil de curar, porque deja marcas y cicatrices que requieren de un proceso más largo de purificación, liberación y sanación. Pero tampoco aquí el Señor nos deja como huérfanos; sino que, junto con el Padre, nos envía al Espíritu Santo (cf. Jn 14,16), que es quien lleva esta obra a su culmen. ¡Cuánto amor nos muestra Jesús, cuando se acerca a la lepra del pecado y nos ofrece su perdón y sanación!
Nueve de los diez leprosos olvidaron dar la gloria a Dios por la curación milagrosa. Probablemente estaban tan felices y aliviados que ya no pensaron en el Señor… Así, a este milagro le faltó algo esencial, aquello que lo lleva a su culminación en la expresión del agradecimiento.
Esto se convierte en una constante enseñanza para nosotros y exige que nos examinemos… ¿Agradecemos al Señor por los dones que recibimos? Quizá Él escuchó las plegarias que nos eran tan importantes; pero después olvidamos darle las gracias y la gloria al Señor, como es debido. Así, está faltando algo de nuestra parte en la relación con Dios. De hecho, la gratitud suscita un amor cada vez más delicado y fortalece la confianza.
Nuestra experiencia humana da testimonio de ello… Es mucho más fácil que el amor se despliegue con personas agradecidas, que con aquellas que piden pero después no se acuerdan ya de su benefactor.
Llama la atención que el que mostró la actitud apropiada ante tan gran suceso, haya sido precisamente un extranjero, uno de los samaritanos, que a menudo eran despreciados por los judíos.
Si la gratitud todavía no brota naturalmente de nuestro corazón, si frecuentemente olvidamos o nos cuesta agradecer, entonces deberíamos empezar un proceso de educarnos a nosotros mismos, y ponernos como regla el dar las gracias. ¡Mejor demasiado que muy poco! Aun si nuestro corazón no está todavía bien despierto, mostraremos, con nuestra voluntad, que queremos ser agradecidos con Dios. ¡Él lo aceptará! Con el tiempo, nos acostumbraremos a dar las gracias y ya no lo olvidaremos. Así, también nuestro corazón se hará más receptivo y, bajo el influjo del Espíritu Santo, recordará y agradecerá con mayor prontitud por los beneficios que de Dios recibe.