Hb 10,11-20
Todo sacerdote está en pie, día tras día, oficiando y ofreciendo reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar pecados. Él, por el contrario, tras haber ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre, esperando desde entonces que sus enemigos sean puestos como escabel de sus pies. Mediante una sola oblación ha llevado a la perfección definitiva a los santificados.
También el Espíritu Santo nos lo atestigua. Porque, después de haber dicho: “Ésta es la alianza que haré con aquellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en su mente las grabaré”, añade: “Y de sus pecados e iniquidades no me acordaré ya”. Ahora bien, donde hay perdón de estas cosas, ya no son necesarias más oblaciones por el pecado. Tenemos, pues, hermanos, plena confianza para entrar en el santuario gracias a la sangre de Jesús, siguiendo este camino nuevo y vivo que él inauguró para nosotros a través de la cortina, es decir, de su cuerpo.
Después de haber escuchado la audionovela sobre Santa Inés, retornemos ahora a las meditaciones diarias basadas en los textos bíblicos.
Sin embargo, quisiera incluir hoy en la meditación una de las muchas escenas conmovedoras de la audionovela. Se trata de aquella en la cual Claudio, el hijo del prefecto, se había propuesto ir al burdel para deshonrar a Inés. Pero el ángel del Señor se interpuso y lo mató. Cuando el padre de Claudio le preguntó a Inés qué era lo que había sucedido, la santa respondió: “Claudio pretendió deshonrarme. Pero Aquel cuyos mandatos quiso violar, ha manifestado su poder sobre él y le ha matado. Dios quiso preservarlo del pecado y envió a su ángel para salvarlo.”
Sabemos cómo continuó la historia… Por intercesión de Santa Inés, el Señor devolvió la vida a Claudio, y éste se convirtió a Cristo.
Aquí podemos ver sin tapujos la gravedad del pecado. ¡Es mejor morir que pecar tan gravemente! Era mejor que Claudio sea preservado de un crimen tal –aunque sea a través de la muerte–, antes que él mismo se inflija la muerte del alma a causa del pecado. Sólo cuando reconocemos la gravedad del pecado, empezaremos a comprender cuán grande es la misericordia de Dios. En nuestra audionovela, Claudio, una vez que hubo resucitado de la muerte, se dirigió al Señor y unió su voz a la de Inés para invocar al Cordero de Dios: “Oh, Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.”
¡Qué inmenso regalo es el perdón de los pecados! Lamentablemente, muchas personas aún no han descubierto esta gracia, y siguen subyugadas bajo el peso de sus culpas. Muchos parecen no notar siquiera esta carga, y así continúan acumulando pecados sobre sus espaldas. Y no pocas veces involucran también a otras personas en este pecado. Es mejor sufrir bajo los propios pecados, que pecar y no darse cuenta siquiera. Cuando las personas sufren bajo el peso de sus culpas, quizá imploren ayuda y busquen al Señor. Si no se dan cuenta, en cambio, tambalean al borde del abismo, que en cualquier momento está dispuesto a tragarlos.
Otra situación lamentable es cuando los cristianos, que conocen el perdón de las culpas, no dan la impresión de ser realmente hombres redimidos. Tal vez no pueden perdonarse a sí mismos. ¡Qué hermosa y profunda es, en cambio, aquella palabra del Señor, que dice: “De sus pecados e iniquidades no me acordaré ya”! Allí donde ha sucedido una conversión sincera, el Señor ya no quiere saber nada sobre pecados del pasado… Él ha puesto una nueva ley en nuestro corazón, y ha grabado en nosotros la Ley del amor.
El recuerdo de nuestros pecados pasados puede servirnos de advertencia, pero no debe ser una carga como si no nos hubiesen sido perdonados. Es el Diablo quien quiere mostrarlo así, para torturar a la persona.
Si nos resulta difícil dejar atrás nuestros pecados y perdonarnos a nosotros mismos, pensemos simplemente que Dios sí lo hace. Y si Él es así, ¿por qué no imitarlo en este punto tan importante, así como procuramos hacerlo en todo lo demás?
Y esto que cuenta para nosotros mismos, es tanto más importante en el trato con otras personas. Porque existe el gran peligro de que, si en lo más profundo no me he perdonado a mí mismo, también me resultará muy difícil perdonar verdaderamente al otro. Esta acusación que aún no he superado en mi interior, muchas veces, sin darme cuenta, la proyectaré sobre la otra persona, de manera que la mantendré atada en su culpa.
Pero sigue vigente la palabra de la lectura de hoy: a través del Señor hemos entrado en el santuario, y nuestro Sumo Sacerdote nos ha abierto el camino gracias a su sacrificio expiatorio.
Ahora, podemos movernos siempre en este camino, y también volver a él en caso de haberle fallado. ¡Qué grado de libertad nos concede el Señor!