Hb 10,11-20
Todo sacerdote está en pie, día tras día, oficiando y ofreciendo reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar pecados. Él, por el contrario, tras haber ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre, esperando desde entonces que sus enemigos sean puestos como escabel de sus pies. Mediante una sola oblación ha llevado a la perfección definitiva a los santificados.
También el Espíritu Santo nos lo atestigua. Porque, después de haber dicho: “Ésta es la alianza que haré con aquellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en su mente las grabaré”, añade: “Y de sus pecados e iniquidades no me acordaré ya”. Ahora bien, donde hay perdón de estas cosas, ya no son necesarias más oblaciones por el pecado. Tenemos, pues, hermanos, plena confianza para entrar en el santuario gracias a la sangre de Jesús, siguiendo este camino nuevo y vivo que él inauguró para nosotros a través de la cortina, es decir, de su cuerpo.
¡Qué inmenso regalo es el perdón de los pecados! Lamentablemente, muchas personas aún no han descubierto esta gracia, y siguen subyugadas bajo el peso de sus culpas. Muchos parecen no notar siquiera esta carga, y así continúan acumulando pecados sobre sus espaldas. Y no pocas veces incluyen también a otras personas en este pecado. En ese sentido, podemos decir que es mejor sufrir bajo los propios pecados, que pecar y no darse cuenta siquiera.
Otra situación lamentable es cuando los cristianos, que conocen el perdón de las culpas, no dan la impresión de ser realmente hombres redimidos. Tal vez no pueden olvidar sus pecados, ni perdonarse a sí mismos. ¡Qué hermosa y profunda es, en cambio, aquella palabra del Señor, que dice: “De sus pecados e iniquidades no me acordaré ya”! Allí donde ha sucedido una conversión sincera, el Señor ya no quiere saber nada sobre pecados del pasado… Él ha puesto una nueva ley en nuestro corazón, y ha grabado en nosotros la Ley del amor.
Si nos resulta difícil olvidar nuestros pecados y perdonarnos, pensemos simplemente que Dios sí lo hace, y, si Él es así, ¿por qué no tomarlo como modelo en este punto, así como lo hacemos en lo demás?
Tal vez haya todavía un cierto orgullo, que no quiere perdonarse el haber caído profundamente. Pero apliquemos esta situación al contexto bíblico: Dios nos perdona la culpa en virtud del sacrificio de su Hijo, y la olvida. Nosotros, en cambio, no nos perdonamos a nosotros mismos. ¿No estamos acaso siendo injustos para con Dios? ¿No estamos rechazando su amor? ¿No somos acaso nosotros el prójimo de Dios, quien debería acoger realmente su perdón?
Por supuesto que podemos aprender de los pecados del pasado, y tomarlos como advertencia; pero no deberían ser como una carga que no ha sido perdonada. Es el Diablo quien quiere mostrarlo así, para torturar a las personas.
Y esto que cuenta para nosotros mismos, es tanto más importante en el trato con otras personas. Porque existe el gran peligro de que, si en lo más profundo no me he perdonado a mí mismo, también me resultará muy difícil perdonar verdaderamente al otro. Esa acusación que está presente en mi interior, la proyectaré, sin darme cuenta, sobre la otra persona, y así la estoy atando.
A través del Señor hemos entrado en el santuario, y nuestro Sumo Sacerdote nos ha abierto el acceso con su sacrificio expiatorio.
Ahora, podemos movernos siempre en este camino, y también volver a él en caso de haberle fallado. ¡Qué dimensión de libertad nos concede el Señor! Por eso, es aún más doloroso saber que son tantos los que no conocen el camino. Quizá nosotros podamos ayudarles, dando testimonio del amor y del perdón del Señor.