“Glorifícame tú, Padre, junto a ti, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo existiera” (Jn 17,4).
Para Jesús ha llegado la hora de volver al Padre. Ha cumplido su misión y ha dejado a los suyos todo lo que necesitan para avanzar hacia la eternidad y llegar a la morada eterna que Él les prepara en la Casa de su Padre (cf. Jn 14,2-3).
Ha llegado la hora de que Jesús reciba nuevamente la plenitud de la gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo existiera. En efecto, por un breve tiempo “fue hecho inferior a los ángeles” (Hb 2,9), anonadándose a sí mismo y tomando condición de esclavo, como uno de tantos (Fil 2,7).
Ahora es el momento en que el Padre lo exalta, concediéndole el Nombre sobre todo nombre (Fil 2,9) y sometiendo todo bajo sus pies (Ef 1,22). A través de la Cruz, nos acoge a nosotros como hijos amados.
Éste es el momento en que el reino de las tinieblas llega a su fin y el Señor glorificado prepara su Retorno.
Es el tiempo en que nuestro Padre purifica a su Iglesia, para que, como Esposa santa e inmaculada, salga de prisa al encuentro de su Señor que retorna (cf. Ef 5,27).
Es el momento en que el Padre quiere llevar de regreso a casa a todos los hombres, y en especial a Israel, su “primer amor”. Es el tiempo en que convida a toda la humanidad a la “Cena del Cordero” (cf. Ap 19,9). Es el tiempo en que nuestro Padre quiere derretir el hielo que rodea los corazones de los hombres, para que reconozcan su gloria y la de su Hijo Unigénito.
Es el tiempo en que Dios lleva a cabo la separación de los espíritus. ¡Es el tiempo de Dios!