LA MAGNANIMIDAD DE NUESTRO PADRE

 

“Dios no se deja ganar en generosidad” (San Juan Bosco).

Si se averigua la definición de la palabra «magnanimidad», relacionada con la generosidad, la respuesta dice lo siguiente: «La magnanimidad designa una actitud noble y generosa que se manifiesta en la condescendencia, la benignidad y el perdón. El magnánimo perdona las debilidades y los errores de los demás y renuncia a la venganza o a la retribución. Es una clase de bondad que va más allá de la medida habitual».

La magnanimidad resulta particularmente atrayente en personas que ocupan cargos de autoridad y refleja cómo el ser humano puede crecer por encima de sí mismo. Al reflexionar más a fondo sobre este término, reconoceremos inmediatamente que nuestro Padre posee esta actitud en su máxima expresión.

El solo hecho de dar vida a la creación es un acto magnánimo de amor. En su omnisciencia, Dios previó que una parte de los ángeles se levantaría contra Él, y también que algunos de los hombres lo harían. Sin embargo, Él quiso crearlos por amor.

Pensemos también cómo Dios ha exonerado una y otra vez a la humanidad del castigo porque unos pocos le guardaron fidelidad. Fijémonos en Abrahán, que le pidió que perdonara la vida a los habitantes de Sodoma. Nuestro Padre habría accedido a su petición, si tan sólo se hubieran encontrado diez justos en la ciudad (Gen 18,16-33).

Profundicemos aún más: consideremos el sacrificio de nuestro Señor Jesucristo. Por causa de uno solo, que dio su vida en la cruz, Dios quiere salvar a la humanidad entera y rescatarla de su esclavitud si ella acepta su invitación.

En efecto, la magnanimidad de Dios es insuperable. Forma parte de su ser, y cuando descubrimos esta maravillosa cualidad en una persona, sabemos que, en lo más profundo de su ser, ha sido tocada por este rasgo glorioso de nuestro Padre.

Que el Señor despierte también en nosotros este espíritu magnánimo para que nos asemejemos a Él y seamos causa de alegría para el prójimo, y un puente para que se encuentre con nuestro Padre.