1Jn 5,1-6
Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser amará también al que ha nacido de él. En esto podemos conocer que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues el amor a Dios consiste en guardar sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que nace de Dios vence al mundo. Y la fuerza que vence al mundo es nuestra fe.
¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Jesucristo fue el que vino con agua y con sangre; no solamente con el agua, sino con el agua y con la sangre. Y el Espíritu da testimonio de ello, porque el Espíritu es la Verdad.
La Palabra del Señor nos ilumina una y otra vez, y no podemos estar lo suficientemente agradecidos por sus enseñanzas. ¡Cuán fuerte es hoy en día en la Iglesia aquella malsana tendencia a “aliarse con el mundo”, como si en algún momento hubiera sido ése el objetivo de nuestra fe! ¡Hasta qué punto tenemos que presenciar, sobre todo en este tiempo de la crisis del Coronavirus, que la Iglesia no alza su voz ni da orientación a las personas! Por el contrario, su voz suena casi idéntica a lo que nos dicen los gobernantes de este mundo…
En la lectura de hoy, se nos dice que la fe vence al mundo. Si se habla de “vencer”, significa que hay un enemigo contra el cual luchar. En este caso, se trata de un enemigo que “no ha nacido de Dios”; que no da testimonio de que Jesús es el Cristo…
Jesús señala claramente el contraste entre el cristiano y el mundo: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero el mundo os odia porque no sois del mundo, pues yo, al elegiros, os he sacado del mundo.” (Jn 15,19)
Así que nos enfrentamos al odio del mundo por no ser del mundo… Ésta es una visión totalmente distinta a la que vemos, por ejemplo, en un catolicismo marcado por el modernismo, que quiere “hacer las paces” con el mundo y queda más o menos “absorbido” por él.
La Escritura, en cambio, testifica que Dios está por encima de este mundo, y que, por tanto, de principio la fe marca una distancia frente al mundo, porque “el mundo y sus concupiscencias pasan”. Así se nos dice claramente en 1Jn 2,15-17:
“No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo cuanto hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas– no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios vivirá para siempre.”
Si asimilamos estas palabras, nos quedará claro que es imposible ser cristianos y, al mismo tiempo, vivir en una ingenua relación con el mundo; es decir, adoptar sus valores. Si esto sucede y nosotros, como cristianos, no ponemos la distancia que corresponde, entonces el mundo nos cautivará y moldeará nuestra forma de pensar. Así, el mundo no quedará vencido por la fe; sino que nosotros nos adaptaremos a él, volviéndonos cada vez más mundanos en nuestro pensar y actuar. Por tanto, hay que acatar la exhortación del Apóstol Pablo: “No os acomodéis a la forma de pensar del mundo presente; antes bien, transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom 12,2).
Ahora bien, esta obra se da en virtud de la fe. Siendo una virtud teologal, la fe da testimonio de Dios y lo hace presente en todos los ámbitos de la existencia. Puesto que no hay ningún campo que excluya a Dios, es la fe la que todo lo examina a la luz de Dios, dándonos el criterio acertado a través del discernimiento de los espíritus.
La mentalidad del mundo ni siquiera puede examinar sus obras a la luz de Dios. Para ello, necesitaría la luz sobrenatural de la fe; pero, por lo general, no la acepta.
“La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, cuando viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, pero el mundo no la conoció. Vino a los suyos, mas los suyos no la recibieron” (Jn 1,9-11).
Una vez que nuestra forma de pensar, habiéndose adaptado al mundo, ya no esté debidamente iluminada por la fe, se nublará cada vez más el discernimiento de los espíritus. La mentalidad del mundo permanece cerrada frente a la fe, pero sólo esta última da acceso a la luz para que retrocedan las tinieblas.
Entonces, la victoria de la fe consiste en el testimonio a favor de Jesús, por quien el mundo fue hecho y quien da su sentido a la existencia. Por eso, con cada conocimiento de fe se atraviesan las tinieblas, el hombre es arrancado de la transitoriedad de la vida, la luz triunfa sobre la oscuridad…
Así se comprende cuán grande es el peligro de no poner la distancia necesaria frente al mundo. ¡El mundo no es nuestro hogar! La fe trae la luz al mundo y vence la oscuridad en que el mundo vive, invitándole a seguir a Aquél que lo ha creado y redimido. En ese sentido, el dirigirse al mundo sólo puede consistir en darle testimonio del amor de Cristo, en anunciarle la Misericordia de Dios y en llamarlo a convertirse al Señor. Pero en cuanto adoptemos la mentalidad y el comportamiento mundano, se oscurece la fe; es decir, la verdadera luz. Y entonces, ¿cómo podríamos ser luz del mundo? (cf. Mt 5,14)
¡No renunciemos jamás a nuestra misión como cristianos, adaptándonos a la forma de pensar del mundo, de modo que la sal se vuelva desabrida (cf. Mt 5,13)!