Mc 12,18-27
Se le acercaron unos saduceos, esos que niegan que haya resurrección, y le preguntaron: “Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere alguno y deja viuda sin hijos, su hermano deberá tomar a la mujer para dar descendencia al difunto. Pues bien, había siete hermanos. El primero tomó mujer, pero murió sin dejar descendencia; también el segundo la tomó y murió sin dejar descendencia; y el tercero lo mismo. Ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos, murió también la mujer. En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer?”
Jesús les contestó: “¿No creéis que estáis en un error, precisamente por no entender las Escrituras ni el poder de Dios? Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos. Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: ‘Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob’? No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error.”
Un buen matrimonio, en el cual los cónyuges se aman entrañablemente y cuyo amor perdura, crece y madura, representa la felicidad y la dicha más grande a nivel terrenal. Además, el matrimonio refleja la relación entre Dios y el alma del hombre. San Pablo también habla de este sacramento como signo del misterio entre Cristo y la Iglesia (Ef 5,21-33).
Pero el evangelio de hoy nos da a entender que esta relación de amor tan grande –la suprema a nivel terrenal– no se prolonga de la misma manera en la eternidad. En la vida eterna, seremos semejantes a los ángeles, que tienen una relación de carácter espiritual entre ellos y con Dios.
Entonces, uno podría preguntarse: ¿Qué será de mi esposo o de mi esposa en la eternidad? ¿Se acabará nuestra relación en la otra vida?
Aunque no tenemos una enseñanza dogmática al respecto, podemos suponer que, si bien la relación será distinta, será aún más profunda. Pues si el hombre y la mujer fueron dignos de participar en la resurrección y vivir por toda la eternidad con Dios, entonces también tienen parte en la perfección celestial; y, gozando de la visión beatífica, podrán encontrarse el uno al otro como criaturas que viven para siempre en la luz de Dios. Esta nueva situación no puede ser de ningún modo inferior a la relación de amor que tuvieron en esta vida, por más hermosa que haya sido, pues Dios mismo perfeccionará su amor en sí mismo.
Si bien este pasaje del evangelio nos invita a reflexionar sobre el matrimonio, no es éste el tema primordial. Los saduceos eran una corriente dentro del judaísmo en aquel tiempo que negaba la resurrección de los muertos. Por eso estaban en constante disputa con los fariseos, quienes sí creían en la resurrección. Entonces, los saduceos querían saber lo que Jesús pensaba sobre ello, y plantean un ejemplo hipotético, para inclinar la balanza a su favor en lo que respecta a la resurrección de los muertos.
Con su respuesta, el Señor nos da certeza sobre esta cuestión, antes de dar la prueba definitiva con su propia Resurrección de entre los muertos.
Sí, la resurrección de los muertos está atestiguada por la Sagrada Escritura y es parte firme y esencial de nuestra profesión de fe cristiana. Sin embargo, sucede que lamentablemente en nuestro tiempo hay teólogos que ya no creen en la resurrección corporal de los muertos. Puesto que dichos teólogos han diseminado su error, a menudo lo encontramos bastante propagado entre el pueblo cristiano.
Quizá se sigue creyendo que, de una u otra forma, las cosas continúan después de la muerte, o que sólo el alma sigue viviendo, u otras ideas difusas. Pero todo esto no corresponde a la fe cristiana tal como la proclama la Iglesia, sosteniendo la certeza de que los hombres resucitaremos también corporalmente al Final de los Tiempos, y que recibiremos un cuerpo glorioso, que ya no estará sujeto a la muerte. Aunque es el mismo cuerpo que nos ha sido dado para nuestra vida terrenal, después de la resurrección estará como transfigurado (1Cor 15,42-44).
Recordemos que Jesús se apareció a los discípulos después de su resurrección, mostrándoles sus llagas (cf. Jn 20,19-20), que ahora estaban en un estado como transfigurado.
En efecto, es fundamental la fe en la Resurrección de Cristo:
“¿Cómo andan diciendo algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó; y si no resucitó Cristo, nuestra predicación es vana, y vana también nuestra fe. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron.” (1Cor 15,12b-14.20)
Hay que oponerse a todos estos errores y confusiones teológicas con una fe firme. Ésta se apoya sobre la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia Católica. La certeza de la Resurrección no la hemos obtenido a partir de nuestra propia experiencia, sino que es una revelación en la que creemos por gracia de Dios. El mensaje de la Resurrección nos da la gran esperanza de que estaremos unidos con Dios por toda la eternidad, y que nuestra vida en Cristo, ahora aún oculta, se manifestará gloriosa (cf. Col 3,3-4). La fe en la resurrección puede darnos la fuerza para soportar grandes sufrimientos que pueden sobrevenirnos en nuestro camino de seguimiento del Señor.
En el Antiguo Testamento encontramos un maravilloso testimonio sobre la fe en la resurrección. Uno de los siete hermanos que fueron martirizados por aferrarse a la ley de Dios, le dijo al rey antes de expirar: “Tú, criminal, nos privas de la vida presente; pero el Rey del universo nos resucitará a los que morimos por sus leyes a una vida eterna.” (2Mac 7,9)
Otro de ellos, el cuarto de los siete hermanos, pronunció estas palabras: “Más vale morir a manos de los hombres, poniendo en Dios la esperanza de ser de nuevo resucitado por El. Pero tú no resucitarás para la vida.” (2Mac 7,14)
Ante la tendencia actual a relativizar o reinterpretar la Resurrección de Cristo, también hoy tendríamos que replicar junto a Jesús, diciendo: “¡Estáis muy equivocados!”