Mc 16,9-15
Después de resucitar al amanecer del primer día de la semana, se apareció en primer lugar a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que se encontraban tristes y llorosos. Pero ellos, al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no lo creyeron.
Después de esto se apareció, bajo distinta figura, a dos de ellos que iban de camino a una aldea; también ellos regresaron y lo comunicaron a los demás, pero tampoco les creyeron. Por último, se apareció a los once cuando estaban a la mesa y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura”.
Nuevamente vemos cuán importante es para el Señor la fe, especialmente en los Suyos. Recordemos que la fe es una virtud teologal. Cuando la acogemos y vivimos en ella, puede desarrollarse el plan de salvación que Dios tiene para nosotros. Pero, por más que la fe es un regalo, somos nosotros, con nuestra voluntad, quienes debemos acogerla y ponerla en práctica. Si no fuera así, no hubiera sido justo que el Señor reprendiera a los discípulos por “su incredulidad y dureza de corazón” y “porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado”. Y si no habría participación nuestra en la fe, sería aún más injustificada aquella afirmación que escuchamos del Señor: “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará” (Mc 16,16).
Vemos, pues, que también depende de nosotros el crecimiento de nuestra fe; y ciertamente no se trata únicamente de la fe a nivel general, es decir, aquella que nos permite conocer la verdad; sino de aquella fe concreta en la presencia de Dios, en su real actuación e intervención. Por ello, conviene que pidamos una fuerte fe y que diariamente la pongamos en práctica, reconociendo cómo Dios actúa día a día en nosotros y a nuestro alrededor. Cuando hemos vivido una experiencia de fe, debemos interiorizarla, para que nos marque, si es posible hasta nuestro inconsciente, como una prueba del actuar de Dios. Y entonces, debemos aplicar esta experiencia de forma concreta, acordándonos de ella y teniéndola presente cuando estemos en la próxima situación que requiere de un acto de fe.
Para hacerme entender mejor, quisiera contar una pequeña experiencia personal. Desde hace varios años, viajo regularmente al Congo, en África, donde se nos ha encomendado servir a niños huérfanos. Actualmente el Congo es quizá el país más pobre del mundo, o al menos pertenece a los diez países más pobres de toda la Tierra. Es un país inseguro en todos los sentidos: a nivel social, a nivel político, a nivel legal, etc…
Puesto que yo estaba consciente de estas inseguridades, mientras viajaba tenía ciertos temores de lo que podría esperarme allá. Pero debo dar testimonio a favor del amor de nuestro Padre Celestial: Él me protegió y me guió a través de todas las dificultades, incluso en los tiempos de guerra.
Posteriormente, cuando volvía a estar sentado en el avión y me acercaba a Kinshasa (la capital del Congo), aparecían nuevamente esos temores. Entonces, recordaba que el Señor siempre me había protegido, y me decía a mí mismo: “¡Hombre de poca fe! ¡Activa tu fe y recuerda que el Señor está contigo y te acompaña!” Por medio de la oración, podía lograr este acto de fe y, cuando aterrizaba en Kinshasa, tenía paz en mi interior.
Podemos ver cuán importante es la fe si consideramos todas las promesas que el Señor hace a aquellos que creen: “En mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.” (Mc 16,17-18) Estas promesas no sólo cuentan para los apóstoles; sino para todos aquellos que, a través de ellos, han recibido la fe. ¡Y ésos somos nosotros! ¡Ése eres tú y soy yo!
Nosotros hemos recibido la fe gracias al testimonio de la Iglesia, y ahora hemos sido enviados a transmitir el mensaje de la salvación. Si nuestra fe es lo suficientemente fuerte, también sucederán signos para confirmar y acreditar nuestro testimonio.
Pidámosle al Señor que Él, con la fuerza del Espíritu Santo, robustezca nuestro corazón pusilánime y frecuentemente incrédulo, para que nuestra fe no sea más pequeña que la de los primeros cristianos y la de todos los que han dado su vida por esta fe. El mundo, hoy más que nunca, está necesitado de nuestro testimonio. Incluso en la Iglesia pareciera que la fe se debilita más y más.
No olvidemos que, para que la fe sea eficaz, debe ser puesta en práctica y aplicada de forma concreta. De lo contrario, estaremos en peligro de vivir nuestro día a día solamente en la lógica y experiencia natural, sin entenderlo a la luz de la fe y vivirlo en esa perspectiva.