«Toda falsa unidad que no esté cimentada en mí no perdura y se desmorona» (Palabra interior).
La verdadera unidad solo puede provenir de Dios y estar cimentada en Él. En efecto, no hay lazo que una más profundamente a las personas que compartir y vivir la misma fe. Se trata, pues, de una unidad que viene de Dios y que hace realidad lo que Jesús pide al Padre en su oración sacerdotal:
«Que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado. Que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad» (Jn 17,21.22b-23a).
Este es el punto de partida de toda verdadera unidad. Según el grado en que se haga realidad, Dios será más glorificado y más reconocido por los hombres.
Si nos fijamos en el Mensaje del Padre a sor Eugenia Ravasio, descubriremos también este concepto básico. En principio, la unidad entre los hombres ya está trazada gracias al amor del Padre hacia nosotros y se hace realidad en la medida en que Él es conocido, honrado y amado. Por eso, nuestro Padre quiere que lo demos a conocer y que anunciemos su amor a los hombres, para que todos puedan entrar en la unidad prevista por Él. Los obstáculos son el pecado y el error, pero el Hijo de Dios nos allana el camino para alcanzarla.
Por tanto, toda aspiración de unidad que no se base en la verdad de la fe es un proyecto condenado al fracaso e incluso puede convertirse en un engaño. Se abusa del anhelo del ser humano hacia la unidad dispuesta por Dios y, al final, acabará desmoronándose y dejando profundas heridas. Debemos estar muy vigilantes, porque el enemigo del género humano tratará de crear una falsa unidad lo más parecida posible a la verdadera. Si nos aferramos firmemente a nuestro Padre Celestial, Él no permitirá que caigamos en este engaño.
