NOTA: Aunque normalmente dedicamos el día 7 de cada mes a una meditación sobre Dios Padre, no lo haremos en esta ocasión, puesto que para agosto hemos previsto una serie de meditaciones en preparación a la Fiesta de Dios Padre, que celebraremos el 7 de dicho mes.
Mt 10,1-7
En aquel tiempo, Jesús llamó a sus doce discípulos y les dio poder para expulsar a los espíritus inmundos y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Los nombres de los doce Apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo; Simón el Cananeo y Judas el Iscariote, el que le entregó.
Jesús envió a estos doce, después de darles las siguientes instrucciones: “No toméis las rutas de los paganos ni entréis en poblados de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca.”
El poder para expulsar demonios y sanar todo tipo de enfermedades y dolencias no es un don que el Señor hubiese concedido exclusivamente a los discípulos de aquel entonces; sino que hace parte del “equipamiento” de todos quienes caminan en pos de Él. En la Primera Carta a los Corintios, San Pablo nos indica que los dones han sido distribuidos de forma variada:
Dios los dispuso así en la Iglesia: primero apóstoles, segundo profetas, tercero doctores, luego el poder de obrar milagros, después el don de curaciones, de asistencia a los necesitados, de gobierno, de diversidad de lenguas. ¿Son todos apóstoles? ¿O todos profetas? ¿O todos doctores? ¿O todos tienen poder de obrar milagros? ¿Tienen todos don de curación? ¿O hablan todos lenguas? ¿O todos tienen don de interpretación?(1Cor 12,28-30)
Por ello, es de mucha importancia que descubramos cuáles son los dones que a nosotros nos han sido confiados y que los pongamos al servicio para la edificación del Reino de Dios, pues éstos constituyen una ‘obra de arte’ espiritual, que hace resplandecer a la Iglesia en toda su belleza y fecundidad.
Al hablar de la expulsión de los espíritus inmundos, podríamos tener la impresión de estar pisando un terreno un tanto oculto. Quizá recordamos aquellos pasajes del Nuevo Testamento que describen cómo estos espíritus salían de los posesos dando grandes alaridos (cf. Mc 1,26), o aquel relato en que los demonios entran en los cerdos, con permiso del mismo Señor, y precipitan al abismo a toda la piara (cf. Mt 8,30-32)… O tal vez nosotros mismos hayamos estado alguna vez en un encuentro de oración donde sucedieron cosas semejantes. Todo esto podría resultarnos desagradable y quizá preferimos evitar estos temas. A nivel personal, al menos, puedo decir que ésa es mi primera reacción al tocar este campo de la fe.
¡Pero no podemos quedarnos ahí! También existen enfermedades que parecen repugnantes; sin embargo, puede superarse esta reacción con un acto de amor hacia el enfermo. Asimismo debemos tener presente que los espíritus inmundos torturan y confunden a las personas. Podemos compadecernos de aquellos que se encuentran bajo su influjo, que ciertamente no siempre se consagraron al Diablo con plena conciencia y libertad.
Sin negar de ningún modo la existencia real de tales espíritus, podemos decir que ellos propagan algo como enfermedades espirituales, por lo cual su expulsión puede considerarse como una obra de misericordia.
Ahora bien, ciertamente no todos podemos realizar exorcismos para liberar a los posesos, pues en la Iglesia Católica son ciertos sacerdotes a quienes se les encomienda ejercer este ministerio en la autoridad apostólica. Sin embargo, existen muchas oraciones explícitamente dirigidas al combate contra los espíritus impuros, que todos los fieles pueden rezar. Por ejemplo, el Papa León XIII nos dejó la recomendación de orar después de cada Santa Misa esta oración a San Miguel Arcángel:
“Arcángel San Miguel, defiéndenos en el combate. Sé nuestro amparo contra la maldad y las acechanzas del Diablo. Reprímele, oh Dios, como rendidamente te lo suplicamos. Y tú, oh Príncipe de las milicias celestiales, lanza al infierno con virtud divina a Satanás y a todos los espíritus malignos, que para la perdición de las almas andan vagando por el mundo.”
En vista de la creciente oscuridad y confusión en el mundo, que lamentablemente está adentrándose también en nuestra Iglesia, convendría que los cristianos pusiéramos en práctica de forma consciente esta dimensión de la fe para contrarrestar la oscuridad. Cada oración pronunciada con esta intención debilitará a los espíritus inmundos, y así asumiremos responsabilidad por aquellos que se encuentran bajo su influjo. Tal vez a nivel personal no podamos percibir la eficacia de esta oración, pero la fe nos asegura que nuestra oración es un arma en manos del Señor, que Él sabrá usar como más convenga.
El evangelio de hoy nos dice que el Señor confirió a los apóstoles el poder de expulsar demonios; es decir, que los hizo partícipes de su propia autoridad. Desde esta perspectiva, podríamos decir que cada oración con carácter exorcista es ejercer la autoridad de Cristo sobre los poderes de las tinieblas.
Si interiorizamos estas reflexiones, nos daremos cuenta de que no estamos con las manos atadas y simplemente a merced de aquellas malsanas tendencias de carácter claramente anticristiano y satánico. Una oración realizada en la autoridad de Cristo puede derribar fortalezas y estructuras de poder ilegítimas: “Él derriba del trono a los poderosos” (Lc 1,52).
La expulsión de los espíritus inmundos se relaciona directamente con la Venida del Reino de Cristo, que ha de expandirse por toda la Tierra. Por la fe sabemos que los cielos ya han sido purificados de la presencia de tales espíritus (cf. Ap 12,7-8), y ahora éstos, al seducir a los hombres, intentan instaurar el “Reino de la bestia” en la Tierra. Esto significa que Satanás quiere apoderarse del dominio del mundo. Nosotros podemos ofrecer resistencia a los planes del mal a través de nuestro camino de seguimiento de Cristo, a través de la aceptación consciente del combate espiritual, a través de las obras de amor y, por supuesto, a través de la oración. De este modo, servimos al Señor, quien quiere redimir y liberar a este mundo del poder del Mal.