“Mi bondad y mi amor me hacen ver que aquellos seres que he sacado de la nada y que he adoptado como verdaderos hijos, están a punto de precipitarse en gran número a la eterna desgracia con los demonios” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
Cuando amamos a nuestro Padre, compartimos también su preocupación y su dolor por las almas. A nadie le gusta hablar o pensar en el infierno. Sin embargo, si desterramos de nuestro anuncio esta realidad, como si el infierno no existiera o estuviera vacío –tal como dan a entender ciertas falsas doctrinas–, entonces no hemos entendido correctamente la seriedad de nuestra fe ni la justicia de Dios.
Lamentablemente, el hombre puede condenarse y tener que compartir el destino de los ángeles caídos, que se alejaron de Dios. Por eso, es un acto de caridad de nuestro Padre recordarnos esta realidad, para que los hombres no se precipiten ciegamente a su desgracia eterna. Esto es lo que hace sufrir a nuestro Padre: el hecho de que sus hijos pueden extraviarse y, como sigue diciendo en su Mensaje a la Madre Eugenia, “fallar al propósito de su creación, perdiéndose para el tiempo y para la eternidad.”
Sin duda, nuestro Padre trata de evitarlo de todas las maneras posibles. Pero, puesto que nos creó con libre albedrío, el hombre puede abusar de esta libertad y alejarse de la verdad, volviéndose a la mentira y al engaño. También el ángel caído es una criatura del Señor, que había sido dotada de un gran conocimiento de Dios. Sin embargo, se alejó de Él y no quiso servirle más, sino que ahora pretende establecer su propio reino para ser adorado como Dios. Él quiso ser como Dios, y con esta misma tentación sedujo posteriormente al hombre (Gen 3,5).
Sin embargo, el Padre en su Mensaje no se contenta con mencionar su dolor y constatar el destino de aquellos que se precipitan a la desgracia eterna. Mañana meditaremos lo que nos invita a hacer al respecto.