Jn 15,26-27.16,1-4a
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Os he dicho todo esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas; más aún: llega la hora en la que todo el que os dé muerte pensará que da culto a Dios. Y esto os lo harán porque no han conocido a mi Padre, ni a mí. Pero os he dicho estas cosas para que cuando llegue la hora os acordéis de que ya os las había anunciado.”
La doctrina de la Iglesia nos enseña que el Espíritu Santo es enviado por el Padre y por el Hijo. Como sugiere la lectura de hoy, su tarea consiste en recordarnos lo que Jesús dijo e hizo; es decir, dar testimonio de Él.
Y no nos recuerda las palabras de Jesús simplemente a nivel de nuestra memoria y entendimiento; sino que las actualiza y las vivifica. Así, se nos revela más plenamente el sentido de sus palabras, y el Espíritu Santo nos dará a entender lo que Jesús quiso decir en ellas.
Como ya habíamos visto en las meditaciones de los últimos días, existe una cooperación directa entre el Espíritu Santo y los apóstoles. Dios quiere llevar el testimonio de Jesús al mundo, tanto por la actuación directa del Espíritu Santo, como también a través de aquellos que ya han sido convencidos por Él de que Jesús es el Señor y el Mesías.
Este Espíritu Santo está ahora constantemente presente en la Iglesia y en la vida personal de los cristianos. Si llegamos a conocerlo mejor, podrá desplegarse cada vez más en nosotros el don del discernimiento de los espíritus, de manera que seremos capaces de distinguir qué es lo que procede de Él, qué es lo que viene de nuestra naturaleza humana y dónde existen errores y falsificaciones que posiblemente son causadas por los demonios.
Puesto que el Espíritu Santo es una persona divina, su influjo acrecentará cada vez más nuestro amor a Dios y al prójimo. Esto será también un signo de la autenticidad de nuestra vida espiritual.
La gran tarea del Espíritu Santo en nuestra vida personal consiste en nuestra transformación interior; en otras palabras, nuestra santificación. Es la voluntad de Dios que lleguemos a ser ‘otro Cristo’: que pensemos, actuemos y seamos como el Señor mismo. Esta es la obra que el Espíritu Santo realiza en nosotros, si lo escuchamos y nos dejamos guiar por Él.
También podemos contar con la ayuda del Espíritu Santo cuando atravesemos tribulación por causa de Jesús. De hecho, el Señor predijo a los apóstoles que serían expulsados de las sinagogas, lo cual era un grave castigo para un judío, pues significaba perder el vínculo con el propio pueblo, ser despojado de su identidad y convertirse en un proscrito.
Efectivamente, como vemos en la narración de los sucesos posteriores, los judíos que no habían reconocido a Jesús trataron a los apóstoles de esta manera. En todas partes eran perseguidos, acusados y tratados como enemigos del pueblo. Jesús les predice expresamente estas cosas, para que, cuando sucedan, los discípulos reconociesen que se estaban cumpliendo sus palabras, y así se fortaleciese su fe en Él.
Lo más desastroso de lo que Jesús predice es que aquellos que persigan y maten a sus discípulos, pensarán estar rindiendo culto a Dios. ¿Qué es lo que sucede en estos casos? Puede que este modo de actuar sea consecuencia de una ceguera tan grande que todo lo que los apóstoles anunciaban y hacían haya sido visto desde una falsa perspectiva. También podría ser la consecuencia de haberse cerrado voluntariamente a la obra del Espíritu Santo. Si escuchamos las palabras de Jesús en la cruz, cuando gritó al Padre: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34), entonces podemos esperar que actúan por ignorancia y envueltos en su ceguera. Por el otro lado, si queremos llegar al fondo del asunto, debemos tomar en consideración la influencia de los demonios. Ellos quisieron instigar a los hombres a matar a Jesús y a sus discípulos. Fueron ellos quienes cooperaron en el enceguecimiento de los judíos y en mantenerlos cautivos en esta ceguera.
Vemos, pues, que la forma de actuar de los demonios es diametralmente opuesta al influjo del Espíritu Santo en los discípulos. Mientras que el Espíritu de Dios conduce a los apóstoles a un conocimiento cada vez más profundo del Señor, los demonios impiden que los judíos lo reconozcan.
Si aplicamos estas reflexiones a nuestro tiempo, ciertamente podemos suponer que el creciente rechazo e incluso odio hacia la fe cristiana es también obra de los demonios.
Quizá estamos perdiendo de vista que existe el influjo de las fuerzas del mal. Si lo tomásemos en cuenta, nos veríamos aún más necesitados de invocar la luz del Espíritu Santo, que puede liberar al hombre de su ceguera y llevarlo al verdadero conocimiento del Hijo de Dios.