Para Juana de Arco, había llegado la etapa más difícil de su misión. Tuvo que cargar todo el peso de la cruz, de la cual nadie que esté plenamente al servicio de su Señor queda exento.
A los ingleses no les hubiera bastado con capturar y dar muerte a Juana, pues sabían que entonces todo el pueblo francés la habría visto como mártir y les hubiera servido de inspiración para seguir con su causa de liberar a la nación. Por eso, su propósito era demostrar que Juana era una hereje y una bruja; y que sus victorias se habían logrado por un pacto con el Diablo. Así, hubieran podido decir que Carlos VII fue coronado con la ayuda de una bruja, con lo cual quedaría invalidada su legitimación como rey y, al mismo tiempo, la imagen heroica de Juana sería destruida.
Pero, para llevar a cabo este plan, los ingleses necesitarían de la iglesia y de sus tribunales… El obispo Cauchon de Beauvais, un francés que era partidario de los ingleses, se dejó comprar para esta injusta causa. Cauchon se encargó de formar un tribunal totalmente parcial, que perseguía una sola meta: demostrar que la así llamada “Doncella de Orléans” era en realidad una hereje y una bruja. La joven prisionera, que para entonces contaba apenas 18 años, se vio así confrontada a un intenso y cruel proceso; con 50 clérigos y teólogos acusadores, que emplearían cualquier recurso para hacerla caer en sus trampas…
OBISPO CAUCHON: Nuestro gobernador y rey inglés Enrique, nos la ha entregado para que entabláramos un proceso contra ella en lo referente a la fe. Por eso hemos citado a Juana en el presente día.
Ahora Juana: jurad por el evangelio que contestaréis verazmente a todas las preguntas que os formularemos.
JUANA: No sé sobre qué me interrogaréis. Tal vez me haréis preguntas a las que no daré respuesta.
OBISPO CAUCHON: Debéis jurar que diréis la verdad a las preguntas que conciernen a la fe.
JUANA: Juro decir la verdad a todas las preguntas que conciernen a mi procedencia y a aquello que realicé desde mi llegada a Francia. Pero en lo que refiere a mis revelaciones divinas, no las he compartido con nadie, salvo con el rey. Y si me cortaran la cabeza, no podría hablar de ello, pues mis consejeros secretos me lo han prohibido.
(…)
¡Si supiérais quien soy, desearíais que no estuviera en vuestras manos! Yo no he hecho nada que no me haya sido ordenado por revelación.
¡Cuidaos los que decís ser mis jueces, porque os cargáis un yugo pesado y exigíís demasiado de mí! He venido de Dios y no tengo nada que hacer aquí. ¡Regresadme al Dios que me envió! ¡Cuidaos de no juzgarme erróneamente, pues os ponéis en gran peligro! Os advierto esto, para que, cuando llegue el día del castigo divino, yo pueda decir que cumplí con mi deber.
Constantemente se retomaban las sesiones del proceso. Los prelados se obstinaban en hacerle abjurar del origen celestial de sus “voces” y su misión. Pero, dado que Juana se mantenía firmemente convencida de que todo esto venía de Dios, querían forzarla a que se sometiese incondicionalmente al juicio de la Iglesia, para acabar imponiendo el veredicto de que sus alocuciones eran de origen demoníaco:
MIEMBRO DEL TRIBUNAL: ¿Queréis someteros al juicio de la Iglesia en la tierra, en todo lo que habéis dicho y hecho; sea bueno o malo, sobre todo en los crímenes y delitos de los que se os ha acusado y en todo lo que se refiere al proceso?
JUANA: Me someto a la Iglesia militante, si ésta no reclamare de mí actos imposibles. Lo que llamo imposible sería negar todo lo que he dicho y hecho; renunciar a mis apariciones y abjurar de las revelaciones que he recibido de Dios mismo. ¡No renegaré de ellas por nada del mundo! ¡Me sería imposible hacerlo! Y si la Iglesia me ordenara hacer lo contrario de lo que Dios me ha encomendado, ¡jamás podría obedecer!
MIEMBRO DEL TRIBUNAL: Si la Iglesia militante os dice que vuestras revelaciones son alucinaciones y engaños de Satanás, ¿os sometéis entonces a ella?
JUANA: Me remitiré a nuestro Señor, cuyos mandatos quiero seguir siempre. Sé bien que lo que está escrito en mi proceso me ha sucedido por encargo de Dios. Me sería imposible obrar en contra de la encomienda divina, como lo he expresado también en mi proceso. Y si la Iglesia militante me lo ordenara, no apelaría a ningún hombre del mundo, sino sólo a Dios, cuya Voluntad siempre he seguido.
MIEMBRO DEL TRIBUNAL: ¿No creéis que os debéis someter a la Iglesia en la tierra; es decir, al Santo Padre, a los cardenales, obispos y los otros prelados de la Iglesia?
JUANA: Sí, pero antes debo obedecer a Dios.
Sin duda, creo en la Iglesia militante y en que no puede ni errar ni fallar; pero todo mi actuar y decir lo dejo al criterio de Dios, quien me ha llamado. ¡Me someto a Él y sólo a Él!
A pesar de tantas buenas y astutas respuestas, que no pocas veces dejaron atónitos a sus jueces; a pesar de que no caía en las trampas que le tendían ni se contradecía, Juana no tenía posibilidades de ganar este proceso. Y es que no era un tribunal que buscara la verdad, sino uno comprado por los ingleses, que, con el objetivo de condenarla como bruja y hereje, no se abstuvo de utilizar medios reprobables. Por ejemplo, espiaron su confesión a través de un agujero en la pared, amenazaron con torturarla, abusaron de su desconocimiento en materia de leyes…
Al final de este largo proceso, se elaboró el veredicto definitivo, que la acusaba de que todas sus revelaciones y predicciones eran mentiras y engaños; además se la declaraba culpable de adivinación, vanidad, blasfemia, crueldad, intento de suicidio (en una ocasión había intentado huir de la prisión saltando de la ventana de la torre), de idolatría, de haber conjurado espíritus malignos y de haber incurrido en graves errores de fe. A fin de cuentas, de que era una hereje y obstinada.
Sin embargo, Juana permanecía firme en su convicción:
JUANA: Si dijera que Dios no me ha enviado, me condenaría yo misma, pues es la plena verdad.
OBISPO CAUCHON: ¿Creéis que vuestras voces vienen de Santa Catalina y Santa Margarita?
JUANA: Sí, y de Dios.
Con este pronunciamiento definitivo, Juana sellaba su condena a morir en la hoguera.
No cabe duda de que este trágico proceso constituye un capítulo oscuro en la historia de la Iglesia, dado que los mismos clérigos fueron responsables de la muerte de una hija fiel de la Iglesia. Declarándola culpable, la entregaron a la justicia civil para su ejecución.
El 30 de mayo de 1431, como cordero llevado al matadero, Juana fue conducida a la plaza de mercado de Rouen, para allí ser quemada a la vista de todos.
JUANA: ¡Dios mío, ven en mi auxilio! Jesús, Catalina, Miguel… ¡Vosotros, santos en el cielo, acoged mi alma! ¡Os pido que me amparéis!
Padre, creo en Ti; en Ti, Hijo; en Ti, Espíritu Santo; y en la Santa Iglesia Católica. ¡Soy una hija de Dios! Rouen, temo mucho que tendrás que sufrir por mi muerte.
(…)
Díos mío, por Tu amor, perdóname todos mis errores y pecados. Y perdonadme también vosotros, los que me oís. ¡Orad por mí! También yo os perdono todo lo que me habéis hecho. ¡Oh Dios mío! ¡Traedme una cruz! ¿Quién me trae una cruz? Mis voces no me han engañado: venían de Dios y todo lo he hecho según Sus preceptos… ¡Traed por favor una cruz de la iglesia y ponedla delante de mis ojos! ¡Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús!
VERDUGO: ¡Ay de mí! ¡Hemos matado a una santa! Si solo podría estar allí donde descansa ahora su alma…
Se dice que las llamas, que consumieron el cuerpo puro de la Doncella, no pudieron quemar su corazón, ardiente de amor a Jesús… ¡No, sus voces no la habían engañado! Le habían asegurado que sería liberada y alcanzaría un magnífico triunfo; y, aunque fue muy distinto a lo que habría imaginado, su inmolación en las llamas constituía la más gloriosa victoria…