“¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él; el ser humano, para darle poder?” (Sal 8,5).
A nosotros, los hombres, no nos resulta fácil mirarnos a nosotros mismos y a los demás con los ojos de nuestro amoroso Padre, aunque hagamos un esfuerzo. En efecto, si no somos ciegos frente a nuestros defectos y carencias, si reconocemos la miseria moral que a menudo nos rodea, podríamos cuestionarnos cómo es posible que Dios nos ame tanto y no se rinda nunca en su intento de conquistarnos.
Si prestamos atención al siguiente verso del salmo, éste nos ayudará a encontrar una respuesta:
“Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad” (Sal 8,6).
Sí, nuestro Padre nos ha elevado a una dignidad tan alta que incluso podemos asemejarnos a Él. Y nuestro Padre, en su amor, hace todo lo posible para que correspondamos a esta dignidad que Él nos ha conferido.
Por eso es importante que su Iglesia insista en la dignidad del hombre, que le fue dada en virtud de su creación a imagen y semejanza de Dios. Sin embargo, es aún más importante que la Iglesia cumpla el mandato misionero que el Señor le encomendó, enseñando a las personas a vivir en la verdadera fe, a recibir dignamente los sacramentos y a cooperar con la gracia de Dios. Porque es así como el hombre corresponde a su vocación, viviendo como hijo de Dios aquí en la Tierra y llegando a la unión plena con nuestro Padre en la vida eterna.
El Padre se apiadó de nosotros por puro amor y se acuerda siempre del hombre, aun si éste se olvida de Él.