En su compasión, nuestro Padre abarca toda nuestra realidad. Como Creador nos ha concedido una maravillosa existencia como seres humanos, que debemos vivir plenamente en su gracia. Él siempre nos invita a recibirlo todo de su mano, para que podamos llevar una vida que corresponda a nuestra vocación. Nuestro Padre ha pensado en nosotros desde toda la eternidad, y cuando llegó el momento de llamarnos a la existencia pronunció por amor su “hágase” creador. Si estuviésemos más conscientes de ello, moraría siempre en nuestro corazón aquella paz que Dios da.
Sin embargo, el Padre también se apiada de nuestras debilidades. Él conoce bien nuestros límites e imperfecciones, las cargas que tenemos que llevar, nuestras malas inclinaciones y pecados.
Por eso, nos ha abierto el acceso para que, después de haber fallado, podamos retornar una y otra vez a la plenitud del amor: “Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré” –nos dice Jesús(Mt 11,28). Él quiere dar descanso a nuestras almas.
En el Mensaje a la Madre Eugenia, el Padre nos dice:
“¡Ciertamente puedo comprender bien la debilidad de Mis hijos! Por eso le pedí a Mi Hijo que les concediese los medios para levantarse después de sus caídas. Estos medios les ayudarán a purificarse de sus pecados, para que vuelvan a ser los hijos de Mi amor. Estos medios son principalmente los siete sacramentos, y, sobre todo, el gran medio para salvaros, a pesar de vuestras caídas, es el Crucifijo. Es la Sangre de Mi Hijo, que a cada instante se derrama sobre vosotros, ya sea a través del sacramento de la penitencia o en el Santo Sacrificio de la Misa, siempre y cuando vosotros queráis recibirlo.”