Fil 2,6-11
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Sólo desde la perspectiva del amor puede comprenderse a profundidad la Cruz de Nuestro Señor. Si no adquirimos esta visión, no podremos entender el verdadero mensaje: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito” (Jn 3,16). Sin el amor, sólo queda ante nuestros ojos la crueldad de la crucifixión. Por muy “justo y necesario” que sea contemplar cada una de las estaciones del Viacrucis, llorar porque el hombre sea capaz de tal crueldad, conmovernos y compadecernos del Señor, permaneciendo simplemente en silencio junto a Él; es importante recordar y profundizar una y otra vez la motivación del Padre y del Hijo en este acontecimiento salvífico: es el amor.
Dios quiere redimir a la humanidad, y escogió para ello el camino de la Cruz. El pecado y sus consecuencias les han obstruido a los hombres el acceso a Dios. Es necesario remover los obstáculos, y para ello se requiere el perdón de los pecados. Y no solo eso, sino que además el pecado trae consigo muchas consecuencias: una profunda perturbación en la relación con Dios y de los unos con los otros. Incluso la creación irracional sufre las consecuencias de la separación de Dios que provocó el pecado. Ningún hombre podría haber cargado sobre sí este peso en representación por otros a lo largo de los tiempos. Sólo Dios mismo, que por nosotros se hizo hombre, pudo pagar el precio de nuestras culpas mediante su pasión y muerte voluntarias: “Canceló la nota de cargo que había contra nosotros (…) clavándola en la cruz” (Col 2,14)
Esta es la razón por la cual el Padre escogió este camino para la Redención de la humanidad. En su Hijo, Él mismo cargó la culpa y sus consecuencias. Dios no escogió una víctima de expiación de entre los hombres; sino que se ofreció a sí mismo como víctima, entregándose en Jesucristo, el Hijo de Dios e Hijo del hombre. En Él, se convirtió en el Cordero inmolado de la Antigua Alianza; en Él sufrió el trato más cruel; en Él afrontó las burlas y humillaciones; en Él se dejó crucificar por los pecados de los hombres.
Al contemplar al Señor en su inconmensurable sufrimiento, podemos descubrir su amor. Como siempre nos lo ha enseñado la Iglesia, no sólo los judíos y romanos de aquella época fueron los culpables de su muerte, sino que nuestros pecados lo crucificaron. Puesto que Jesús murió por los pecados de toda la humanidad, también nosotros estamos involucrados y somos corresponsables de su muerte. A causa de nuestros pecados, fue necesario el sufrimiento de nuestro Redentor. Así, sin dejar de lamentarnos por la maldad de los que provocaron tanto sufrimiento al Señor (incluyéndonos a nosotros mismos); los crueles acontecimientos en torno a la Cruz pueden despertar en nosotros una inmensa gratitud, pues el Señor recorrió este camino por nosotros hasta el final. En cada paso, en cada tortura, en cada humillación, en cada burla comprendemos: este es el trato que los hombres dieron a Dios, pero Él lo soportó por nosotros, para redimirnos.
“Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y encontrar el favor de un auxilio oportuno” (Hb 4,16).
La Cruz de Cristo se ha convertido en el trono de la gracia. Toda persona puede acudir a él y obtener el perdón de sus culpas. Este trono queda establecido para todos los tiempos, hasta la consumación del mundo. Todos pueden acercarse, tanto los que están lejos como los que están cerca, para beber de la fuente de la vida y recibir la gracia del perdón.
Todos los hombres pueden ser salvados, siempre y cuando no se cierren definitivamente a la gracia. ¡Sólo Dios podía idear tal oferta de gracia, y sólo Él mismo alcanzárnosla! Así, Dios se nos manifiesta como el Padre infinitamente amoroso, que otorga a los hombres la fuente de la gracia y nos absuelve en su Hijo.
El acontecimiento de la Cruz inaugura un nuevo tiempo: el tiempo de la gracia, en el que se anuncia la misericordia de Dios; el tiempo en que todos los hombres han de ser tocados por la salvación que se les ofrece en Cristo. Esta nueva etapa que se nos ha abierto con el sacrificio del Señor, durará hasta su Segunda Venida al Final de los Tiempos.
De este modo, Dios revirtió los infames planes del maligno, que pretendía extinguir el testimonio del Hijo de Dios. ¡La Cruz se ha convertido en el signo de la Redención! En la Cruz, la luz de Dios brilla con más intensidad, haciendo retroceder las tinieblas del mal. Y en su luz podemos reconocer que Dios todo lo ha hecho bien (cf. Mc 7,37).