El amor de Dios resplandece incomparablemente en la Cruz: el amor del Padre, que envío a su Hijo para redimirnos; el amor del Hijo a su Padre y a nosotros, los hombres; el amor del Espíritu Santo, quien nos revela más profundamente este acontecimiento de amor y lo actualiza en nosotros.
“¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” –exclama San Pablo (Gal 6,14).
Al pie de la Cruz permanecemos para acoger el amor de Dios y permitir que la salvación que Cristo nos alcanzó en ella se asiente cada vez más profundamente en nosotros.
En el Mensaje a la Madre Eugenia el Padre nos dice:
“La Cruz es Mi camino para descender hacia Mis hijos, porque fue por medio de Ella que os redimí a través de Mi Hijo. Para vosotros, la Cruz es el camino para ascender hacia Mi Hijo, y desde Mi Hijo hasta Mí. Sin ella nunca podríais llegar, porque con el pecado el hombre ha atraído sobre sí mismo el castigo de la separación de Dios.”
Al contemplar la Cruz, cobramos consciencia del amor de Dios. Ella testifica cuán amados somos por Él, y cuán dispuesto está a hacerlo todo con tal de que vivamos con Él como hijos redimidos. La Cruz es nuestro camino para ascender a Dios, porque, gracias al perdón de los pecados que Cristo nos ofrece en Ella, podemos volver a alzar la mirada y, en consecuencia, queda derribado el muro de la dolorosa separación de nuestro Padre: la tristeza se convierte en alegría, el miedo en confianza, la distancia en cercanía, la desesperanza en esperanza, el orgullo en gratitud y humildad, la rebeldía en obediencia, el vacío en plenitud…
¡Por tu Cruz, oh Señor, has vencido a la muerte!