LA CORONA DE LA VIDA

“Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida” (Ap 2,10).

Estas palabras las dirige el Señor glorificado al “ángel de la iglesia de Esmirna” en el Libro del Apocalipsis, llamándonos a todos a la entrega generosa de nuestra vida.

Nuestro Padre nos enseña por medio de su Hijo: “No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Y Él mismo, en la Persona de su Hijo, nos da ejemplo y nos invita a hacer lo mismo.

De este modo, nuestra mirada trasciende a lo esencial de la existencia. Es el amor que es capaz de superar aquellas fronteras impuestas por el miedo a la muerte y el deseo de asegurar nuestra vida terrena. Aún más grande que nuestra vida es Aquél que nos dio la vida. Aún más fuerte que la muerte es Aquél que nos resucitará de ella. Nuestro Padre recompensa la fidelidad a Él con la “corona de la vida eterna”.

El amor es tan central que todo lo demás pasa a un segundo plano y se subordina frente a él. El Apóstol de los Gentiles lo subraya en estos términos: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, sería como el bronce que resuena o un golpear de platillos” (1Cor 13,1). Y el Padre nos asegura en el Mensaje a la Madre Eugenia: “El amor lo paga todo.”

Estas palabras del Apocalipsis se nos convierten en una invitación de parte de Dios para que le demos nuestra respuesta de amor. Él no sólo nos permite conocer su amor; sino que además nos hace capaces de que nuestra vida, aun siendo tan limitada, trascienda a la inmensidad del amor divino. Con cada acto de fidelidad a nuestro Padre, el mayor de los dones de Dios –la caridad– impregna nuestra vida y, a través nuestro, a este mundo. Cada acto de fidelidad a Dios acrecienta el amor en la Tierra e impide que el desierto de la vida quede agostado sin el agua de la vida. Cada acto de fidelidad nos une a nuestro Señor, que fue fiel al Padre hasta la muerte.  Cada acto de fidelidad nos une a la Madre del Señor, que permaneció junto a Él aun a los pies de la cruz.

En tiempos de persecución, la Iglesia florece gracias a la fidelidad de aquellos que “siguen al Cordero dondequiera que vaya” (Ap 14,4).

En la Cruz sobre el Calvario nuestro Padre erigió el signo de su amor. En la Cruz sobre el Calvario recibimos la fuerza para corresponder a este amor y ser fieles hasta la muerte. En la Cruz sobre el Calvario se quebranta el poder del mal y se proclama la victoria del amor.