“Revestíos con la coraza de la justicia” (Ef 6,14b).
Esta afirmación nos da a entender que la justicia protege a la persona. Justicia significa dar a cada cual lo que le corresponde, estar atentos a los casos en que la dignidad de la persona se ve amenazada por la injusticia y, en la medida de nuestras posibilidades, garantizar sus derechos. Esto se aplica al ámbito personal, pero también a la sociedad en general.
Nuestro Padre nos ha dotado de un fino olfato para percibir lo justo y lo injusto, de modo que debemos habernos alejado y enceguecido mucho si ya no lo reconocemos, si nada en nosotros clama justicia, si ante nuestros ojos ocurren injusticias y nosotros las pasamos por alto o ni siquiera las notamos.
Por regla general, nuestra naturaleza es muy sensible cuando nosotros mismos somos injustamente tratados, pero somos menos sensibles cuando se trata de otras personas.
Pero el Señor nos ha dado un consejo insuperable para practicar la verdadera justicia: “Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: ésta es la Ley y los Profetas” (Mt 7,12).
Si nos tomamos esto a pecho como una “regla de oro” e intentamos ponerla en práctica, entonces nos entrenamos en la justicia y ésta nos rodea como un muro protector, porque la verdadera justicia viene de Dios, que es la justicia misma.
Como cristianos, conocemos también otras dimensiones de la justicia que se derivan de nuestra fe. Por ejemplo, corresponde a la justicia que el Evangelio sea llevado hasta los confines de la tierra (Mc 16,15), porque todos los hombres tienen el derecho de conocer a Dios como Él es en verdad. Ésta es una obra de caridad y de justicia.