¡El llamado a la conversión resuena a través de toda la Escritura! Es el amor de Dios, que se preocupa de que los hombres no llevan una vida en armonía con Él y, en consecuencia, no encuentran el sentido de su existencia. En este contexto, la Sagrada Escritura no omite la advertencia de que el hombre puede fallarle a su meta eterna, y condenarse para siempre.
La conversión a Dios es una exigencia tanto del amor como de la verdad. Del amor, en cuanto que Dios nos ha llamado a la existencia por este amor, y nos ha destinado a la comunión y familiaridad con Él. La relación y el trato confiado entre Dios y el hombre cuando aún vivía en el Paraíso, nos revela el plan originario del Creador; plan que dio un giro a causa de la caída en el pecado.
Pero, como habíamos dicho, la conversión es también exigencia de la verdad, pues sólo el Creador mismo conoce las condiciones bajo las cuales la vida del hombre marcha en orden. Todo alejamiento de Dios y de sus mandamientos no atenta únicamente contra el amor; sino también contra la verdad, porque el hombre no estaría correspondiendo a las condiciones de su existencia. Vive en una ilusión, aun si a menudo no está consciente de ello. Podrá despertar de esta ilusión cuando emprenda sinceramente la búsqueda de la verdad: “Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Mt 7,8).
Aquellos que ya han acogido la fe en el Señor, tienen el profundo deseo de que también otras personas vivan esta experiencia del amor de Dios y despierten a la verdad. Como convertidos, queremos ayudar a otros a conocer a Dios. En otras palabras, junto a Dios, queremos salir en busca de Sus hijos, a quienes Él llama de regreso a casa…
Sin duda nuestra colaboración será tanto más fecunda cuanto más profunda sea nuestra propia conversión, porque entonces podremos reflejar con más nitidez la bondad de Dios para que las otras personas la experimenten. Por eso, nuestra conversión no es importante únicamente para nuestra propia salvación, sino que también lo es para los demás. Nuestro testimonio es un vivo mensaje para los que quieran leerlo, y se convierte así en una invitación para ellos. Nuestra conversión ayuda a ahuyentar las tinieblas y a actualizar la victoria del Cordero.
Pero nuestra conversión va aún más allá de ser importante para nosotros mismos, para los demás e incluso, de alguna forma, para la Creación entera. ¡Le honra a Nuestro Señor! Él se complace al ver que intentamos hacer todo lo que está en nuestras manos para corresponder a Su amor y Santidad. ¡Nuestra conversión es la maravillosa respuesta que podemos darle al amor de Dios!
Todo esto es motivo suficiente para tratar más a fondo el tema de la conversión, y cuestionarnos si ya hemos realizado profundamente este cambio de vida y cuál es la dirección que debemos emprender en el camino de seguimiento, para que Dios pueda llevar a su culmen la obra que Él mismo inició.
En general, se dice que una conversión a Dios sucede cuando uno se aparta del camino del pecado y procura cumplir la Voluntad Divina. ¡Sin duda este concepto es correcto! Pero, para mirar con más precisión el estado espiritual en que nos encontramos con relación a la conversión, conviene que reflexionemos más detenidamente sobre esta afirmación básica.
El Padre Sladek O.S.A., escribe lo siguiente sobre el tema de la conversión:
“Entre la mayoría de sacerdotes, religiosos y fieles practicantes, parece estar difundida la idea de que la conversión es una exigencia que ellos, en principio, ya han cumplido. Se remiten a los sacramentos, que les conceden el estado de gracia; a sus prácticas religiosas y a sus esfuerzos por guardar los mandamientos de Dios; sobre todo a su consagración a Dios, a través del sacerdocio y profesión religiosa; quizá también a su apostolado y a los sacrificios que éste implica. En cuanto a las faltas y pecados que a diario cometen, los interpretan como señal de que aún no han alcanzado el amor perfecto y que, de vez en cuando, la entrega a Dios puede retractarse por un cierto espacio de tiempo…”
Al escuchar este extracto del P. Sladek, parece evidente que él, al hablar de conversión, tiene en vista algo más. Se refiere a una conversión que se entrega y se dona por completo a Dios; una “conversión existencial”, en la que, normalmente, ya no hay vuelta atrás.
Sigamos escuchando al P. Sladek:
“Después del Nuevo Testamento, sólo se puede hablar de una fe viva y de verdadero amor a Dios cuando ha sucedido realmente una conversión. Una fe sin conversión es una fe ‘muerta’ (cf. St 2,26); es un mero contenido de la razón; una fórmula vacía, que no rige el querer y el obrar de la persona ni penetra realmente su vida.”
Una señal fundamental que nos indicará si esta conversión realmente ha tenido lugar en nosotros es el que nuestra vida esté marcada y penetrada por entero por ella. ¿Procuramos, en la medida de lo posible, mirar nuestra vida con los ojos del Señor? ¿Nos alegramos en la conversión? ¿Queremos realmente ser hombres nuevos?
En este día, en que celebramos la Presentación del Señor en el Templo, llevémonos como “tarea espiritual” este cuestionamiento, y escuchemos lo que nos dice San Pablo:
“Despojaos de la antigua conducta del hombre viejo, que se corrompe conforme a su concupiscencia seductora; renovaos en el espíritu de vuestra mente y revestíos del hombre nuevo, que ha sido creado conforme a Dios en justicia y santidad verdaderas.” (Ef 4,22-24)
A este respecto nos dice Dietrich von Hildebrand: “Al inicio de toda verdadera vida cristiana, debe estar el profundo anhelo de transformarse en un ‘hombre nuevo’ en Cristo, y la disponibilidad interior a despojarse del ‘hombre viejo’, la disponibilidad de llegar a ser otro.”
¿Queremos esto?