Mc 16,15-18
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Éstos son los signos que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban del veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.”
Quizá no hubo nadie en quien este texto se haya cumplido tanto como en San Pablo, cuya conversión estamos celebrando hoy.
Existe un segundo caso en que se celebra la conversión de una persona: dentro del Orden de los Agustinos el 24 de abril es la fiesta de la conversión de San Agustín. De hecho, estas dos conversiones -la de San Pablo y la de San Agustín- tuvieron un impacto mundial. En ellas podemos ver el enorme significado de que una persona deje atrás los caminos malos y errados, y se ponga totalmente al servicio de Dios. Ciertamente estos dos santos fueron “titanes” en la evangelización; pero, a lo largo de la historia de la Iglesia, una y otra vez vemos personajes que experimentaron una profunda conversión y cuya vida llegó a ser inmensamente fecunda. También San Francisco de Asís se cuenta entre estos grandes conversos. Así, una verdadera conversión es uno de los acontecimientos más extraordinarios, en los que se puede reconocer la intervención de Dios y Su presencia en la vida de una persona.
La conversión es uno de esos temas sobre los que hemos de reflexionar una y otra vez. Por un lado, existe aquella conversión decisiva que experimentan algunas personas, saliendo de la vida del pecado para pasar a la vida de la gracia; o del error hacia la luz de la verdad. En este último caso, puede hablarse también de una especie de liberación e iluminación. Por otra parte, la conversión es también un proceso constante, que nunca termina…
También se puede hablar de conversión cuando una persona que practicaba su fe a medias pasa, bajo el influjo del Espíritu Santo, a vivir intensamente la fe. Asimismo se habla de conversión cuando una persona había descuidado o abandonado el camino de seguimiento del Señor, y retorna a él. En el mensaje a la iglesia de Éfeso, en el libro del Apocalipsis, dice así: “Recuerda de dónde has caído, arrepiéntete, y practica las obras de antes. De lo contrario, iré adonde estás tú y desplazaré tu candelabro de su sitio, a no ser que te conviertas.” (Ap 5,2)
“Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15) -este es el gran llamado que se dirige a la humanidad entera.
San Pablo lo llevó con todo su corazón a las personas. Él jamás olvidó lo que el Señor había hecho por él, y respondió a la gracia con toda la libertad de su voluntad, sin cansarse jamás de anunciar a su Señor, a pesar de todas las adversidades. ¡Él fue fiel hasta la muerte!
Aquí conviene que, con todo corazón, le demos gracias al Señor y a San Pablo, por todo lo que el mundo recibió de él. ¡Una luz resplandeciente nos fue dada en el Apóstol! Verdaderamente en él se hizo realidad aquella palabra del Señor: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14).
Una buena amiga de México, preocupada por las cosas que están sucediendo en su país, decía que debería venir alguien como San Pablo. ¡Y cuánta razón tiene! ¡Este santo era un verdadero fuego del Espíritu Santo! ¡Pero sólo Dios puede concedernos personas así! Nosotros, por nuestra parte, podemos pedir suplicantes…
Pero… ¿qué haremos mientras aún no las tengamos en medio de nosotros? Probablemente San Pedro nos diría: “Hermanos, poned el mayor esmero en fortalecer vuestra vocación y elección” (2Pe 1,10). Tal vez San Pablo añadiría que estamos necesitados de muchos que ardan por Dios como él lo hacía, y que, por eso, cada cual viva con más intensidad su vocación específica. Quizá nos diría que nuestra fe debe acrecentarse y que nuestra esperanza la pongamos totalmente en Dios.
De seguro nos exhortaría a aprovechar el poco tiempo que tenemos en la Tierra (cf. Ef 5,16), dejando atrás las cosas poco importantes y estando totalmente enfocados en el Retorno del Señor. Para que este fuego que ardía en el Apóstol nos invada también a nosotros, sólo hace falta escuchar sus palabras y ponerlas en práctica. En ellas hay fuerza suficiente, tanto para encender más el fuego, como para alimentarlo…
Y a todo esto que nos diría, y que es el fruto de su extraordinaria conversión, de seguro le aumentaría el “Orad sin cesar” (1Tes 5,17).