La confianza en Dios (Parte II)

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Como fieles, estamos llamados a edificar nuestra vida sobre Dios, y no en el frágil fundamento de nuestra naturaleza humana. Nuestra seguridad, aquella que podrá resistir en todas las tormentas de la vida, está cimentada en su amor, en su Palabra, en su deseo de salvarnos. A través de la confianza y de la fe, ponemos nuestra seguridad en Dios, y así vivimos sobre una base sólida.

Esta confianza en Dios puede convertirse en principio fundamental y absoluto de nuestra vida, independientemente de nuestras emociones. De hecho, no podemos basarnos en nuestra experiencia sensible para comprobar si Dios está cerca de nosotros o se ha apartado. En lugar de ello, hemos de aferrarnos siempre a la certeza de que Él está siempre de nuestra parte y nos ama.

Una antítesis de la confianza es la desconfianza, que es una ofensa al amor. El daño que causa la desconfianza podemos también constatarlo en nuestra experiencia humana. Cuando alguien se dirige a nosotros con una actitud desconfiada, es difícil que podamos corresponderle adecuadamente. Todo lo que hagamos lo interpretará como si estuviéramos en su contra, aunque claramente se le pueda demostrar que no es así. Esto sucede cuando el corazón ya ha sido envenenado por la desconfianza.

Es necesario que aprendamos a trabajar contra esta desconfianza, si la descubrimos en nuestro interior. De lo contrario, ella envenenará nuestra relación con Dios y con los demás. Puede ser una dura batalla en el interior del corazón. Aquí, se trata de hacer actos concretos de confianza, de pedirle a Dios su Espíritu Santo, para poder ver las cosas como Él las ve…

También es necesario que activemos la confianza en Dios cuando vemos que, una y otra vez, volvemos a caer en los mismos pecados o faltas. Esto puede resultarnos difícil, porque nos decepcionamos de nosotros mismos, nos echamos en cara las cosas e incluso podemos llegar a acomplejarnos. Esta reacción es comprensible; sin embargo, el amor de Dios sigue en pie, queriendo perdonarnos y devolvernos la fuerza.

Otra situación en la que hemos de conservar la confianza es cuando nos parezca que nuestra oración no está siendo escuchada, pues la fe nos enseña que ninguna oración sincera es en vano, y que Dios se valdrá de ella de acuerdo a lo que más convenga a su plan de salvación. Esto cuenta también para aquellos momentos en que atravesamos calamidades o nos sobrevienen sufrimientos.

También ante nuestros miedos existenciales o cuando nos enfrentamos a una dura crisis económica debemos responder con la confianza. Dios nos mostrará una salida en estas situaciones, y a esta certeza hemos de aferrarnos.

Otra gran antítesis de la confianza es el miedo. En este contexto, vale recordar las palabras del Señor: “En el mundo tendréis sufrimientos, pero, ¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). El problema con el miedo está en que fácilmente nos dejamos arrastrar por él; y, con tal de evitar ese mal que nos amenaza, nos olvidamos de confrontarlo con Dios y abrírselo a Él. Le damos demasiada importancia y peso al mal que estamos tratando de evadir. Pongamos como ejemplo el miedo a la enfermedad, que puede ser tan fuerte que ni siquiera acudimos a Dios para entregársela a Él, pues estamos únicamente ocupados en evitarla con cualquier medio que tengamos a nuestro alcance.

La confianza es también necesaria cuando se nos encomienda una gran misión y no nos sentimos capaces de llevarla a cabo. ¡Confiemos en Dios y no nos dejemos impresionar demasiado por nuestras propias limitaciones, hasta el punto de desanimarnos!

Tampoco podemos perder la confianza cuando atravesemos oscuridades interiores. ¡Precisamente en esos momentos podemos estar seguros de que Dios está con nosotros!

Vale aclarar que la confianza no debe confundirse con un optimismo natural, que te hace decir con ligereza que “todo estará bien”. Confiar significa abandonarse del todo en Dios, poner toda nuestra esperanza en Él y en su bondad. Tal confianza nos librará de la confusión y de la inquietud, y nos dará la valentía para aceptar nuestra vida y cumplir la tarea encomendada.

Ahora bien, ¿cómo se puede adquirir esta confianza?

En primer lugar, hemos de meditar e interiorizar lo más profundamente posible aquellas palabras de la Escritura que nos hablan de la confianza en Dios. Descubriremos muchos pasajes de este tipo, pues a través de ellos Dios quiere ayudarnos a crecer en el amor confiado en Él.

Además, podemos reflexionar con más frecuencia acerca de nuestra vida, reconociendo cuántas veces Dios nos ha acompañado y de cuántos males nos ha preservado.

Estamos llamados a agradecer siempre a Dios por nuestra vida, aceptando de Su mano cada situación, con gratitud. Así, nuestro corazón se volverá más suave y más receptivo.

Por otra parte, nunca quedará sin respuesta una oración en la que pidamos a Dios que acreciente nuestra confianza.

También es importante que trabajemos en nuestro interior; por ejemplo, si descubrimos en nosotros actitudes desconfiadas y malagradecidas. Además debemos estar vigilantes con nuestros sentimientos y pensamientos erróneos, y hemos de aprender a manejarlos en el Espíritu del Señor.

Otra ayuda para acrecentar la confianza en Dios es la buena literatura espiritual.

También será conveniente que aprendamos a confiar en las personas como corresponde; aunque esto no significa que debamos volvernos ingenuos e imprudentes.

Podrá servirnos, además, el escuchar testimonios de otras personas que nos cuenten sobre su relación de confianza con Dios.

Todo esto nos ayudará a crecer en la confianza, y día a día podremos ejercitarnos en ella… Esta actitud librará nuestra vida de esa presión interior, y Dios podrá glorificarse más y más en nosotros.

Si empezamos a vivir en una relación de confianza con Dios, recuperamos algo de la despreocupación del estado paradisíaco; algo de la familiaridad en el trato con Dios, como lo tuvo el hombre previo a la caída en el pecado original. ¡Fue así como lo dispuso el Señor! Entonces, la relación de amor entre Dios y el hombre adquirirá un maravilloso resplandor, que atraerá también a otros.