Jer 17,5-8
Esto dice el Señor: “Maldito quien confía en el hombre y hace de las creaturas su apoyo, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, y no verá el bien cuando viniere; habitará en los sequedales del desierto, en tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor, pues no defraudará su confianza. Será como un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces. No temerá cuando llegue el calor, su follaje estará frondoso; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.”
Así como en muchos otros pasajes de la Sagrada Escritura, aquí el Señor nos indica contundentemente que sólo la confianza plena en Dios puede traernos la salvación. Sólo al poner esto en práctica, el hombre estará realmente a salvo, venga lo que venga.
En cambio, si otra persona ocupa el lugar de Dios en nuestro corazón, nos alejamos de Él y edificamos nuestra casa sobre arena (Mt 7,26-27) o, como dice acertadamente la lectura de hoy, somos “como un cardo en la estepa”, sin el agua viva que nos alimenta.
En realidad, la prudencia cristiana debería enseñárnoslo de sobra. ¿Cómo podemos esperar que una persona nos ofrezca la ayuda que sólo Dios puede dar? ¿Acaso no hay suficientes ejemplos, tanto en la Sagrada Escritura como ciertamente también en nuestra propia experiencia, de que los seres humanos son falibles, así como nosotros mismos también lo somos? ¿No sería un sano realismo reconocerlo y, a partir de ahí, poner nuestra vida en manos de Dios? ¡Por supuesto que esto no significa que haya que ser desconfiados frente a todas las personas! ¡No se trata de eso!
Sin embargo, un realismo sano y espiritual nos preserva de idealizar a los demás. Esto cuenta también para el ámbito religioso. También aquí lidiamos con personas falibles. Podemos constatarlo en el ejemplo de San Pedro, que negó tres veces al Señor (Mt 26,69-75) y posteriormente tuvo que ser reprendido por San Pablo, cuando, por respetos humanos, no hizo lo que Dios le había mostrado (Gal 2,11-14). Hoy la realidad sigue siendo la misma…
Pero no es sólo la conciencia de nuestras limitaciones e imperfecciones humanas la que nos llama a poner toda nuestra confianza en Dios. Aún mucho más importante es que sepamos reconocer el amor de nuestro Padre Celestial; su Providencia en todos los ámbitos de nuestra vida. Esto es lo que Dios quiere: que lo conozcamos cada vez más profundamente y nos sepamos amados por Él en todas las situaciones de nuestra vida. A fin de cuentas, sólo Él puede comprender nuestra vida en todos sus aspectos. Ante Él nada está escondido: ni el pasado, ni el presente ni el futuro.
Por tanto, el abandonarnos plenamente en Dios no es sólo la consecuencia de haber reconocido con realismo las limitaciones del hombre; sino que un paso tal debería ser nuestra respuesta de amor a su amor. Nos dejamos amar por Dios; nos dejamos cuidar por Él; reconocemos todos los dones que Él nos da… Así, entendemos cada vez mejor que para Dios es una alegría que seamos un “árbol plantado junto al agua”, y no un “cardo en la estepa”.
Este árbol frondoso ha de dar frutos. Y estos frutos no sólo deben entenderse en el plano natural; sino que se trata de que los frutos del Espíritu crezcan en nuestra vida, para alegrar a Dios, para bien de los demás y para nuestra propia salvación.
Si damos este paso de confiar plenamente en Dios, nos espera una vida maravillosa. En cierta manera, podemos gustar entonces algo del Paraíso que perdimos. Hasta la caída en el pecado, el hombre vivía allí en comunión de amor y confianza con Dios, y en ella estaba seguro. Ahora Dios vuelve a ofrecérselo a sus amados hijos. En su propio Hijo, Él quitó lo que nos separaba y las puertas del paraíso volvieron a abrirse.
Por tanto, deshagámonos de todo falso temor a Dios, pues Él es nuestro Padre.