El día 7 de cada mes lo dedicaremos a una meditación sobre Dios Padre, y tomaremos un pasaje del “Mensaje de Dios Padre” a Sor Eugenia Ravasio; una revelación privada aprobada por la Iglesia. En dicho Mensaje, el Padre Celestial expresa el deseo de que la Iglesia instaure una Fiesta litúrgica en Su honor, y propone que se la celebre el 7 de agosto. Es por eso que escogemos el día 7 de cada mes para ahondar en este valioso Mensaje.
“Yo os he elevado a todos a la dignidad de hijos de Dios. Sí, sois hijos Míos y debéis decirme que Yo soy vuestro Padre. ¡Debéis confiar en Mí como hijos, pues sin esta confianza jamás obtendréis la verdadera libertad!”
Se habla mucho de la dignidad humana: en qué consiste, que hay que respetarla, defenderla, etc… En las breves palabras que hemos escuchado, se nos trasmite el motivo más profundo de nuestra dignidad: haber sido elevados por el Padre Celestial a ser Sus hijos e hijas. El Señor quiere que vivamos en la seguridad de Su amor, y que obtengamos la libertad en esta confianza especial.
De hecho, es así: la seguridad básica en nuestra vida la recibimos al ser amados. Si aceptamos plenamente ese “Sí” que ha sido pronunciado sobre nuestra vida, éste se impondrá siempre, aun si en el mundo o en nosotros mismos nos encontramos con muchos “Noes”. El amor del Padre es siempre más grande y supera también nuestro alejamiento y pecado, si nos dejamos amar por Él y retornamos a Él. Este último punto es muy importante, pues no son pocas las personas que, después de haber caído en pecado grave, han acogido el perdón de Dios a tal punto que también logran perdonarse a sí mismas, y así vuelven a levantarse para continuar su camino con Dios como Sus hijos o hijas.
Muchas veces queda restringida la libertad que hemos recibido como hijos de Dios: sea por las cadenas de la culpa, sea por los miedos o el apego desordenado a este mundo, entre muchas otras cosas… Todo esto merma nuestra libertad de responder a Dios de forma apropiada y de corresponder a Su amor.
Ahora bien, tampoco debemos primero esperar a que se disuelvan todas estas restricciones, para entonces empezar a confiar en el Señor. Por el contrario: es precisamente nuestra confianza fundamental en Dios la que le permite sanarnos y ejercer Su bondadosa Paternidad. A continuación, un ejemplo de cuán dispuesto está Dios a levantarnos una y otra vez. En el “Mensaje”, el Padre habla del amor que nos tiene y lo llama “el Océano del amor”:
“Para que experimentéis cuán bueno soy con todos vosotros, voy a mostraros el Océano de Mi amor universal, para que os lancéis a él con ojos cerrados. ¿Por qué? Porque al sumergirse en este Océano, las almas que se han vuelto gotas amargas a causa del vicio y los pecados, serán lavadas de su amargura en este baño de misericordia. Saldrán mejores, felices por haber aprendido a ser buenas y llenas de misericordia.”
La confianza en nuestro Padre implica saber que nuestros tropiezos no nos hacen perder nuestra dignidad de hijos e hijas; sino que lamentablemente no correspondemos a esta dignidad con nuestros actos. Pero podemos reavivarla inmediatamente, sumergiéndonos en el “Océano” del amor de Dios y recuperando nuestra libertad. Si no lo hacemos, permaneceremos en la prisión.
Es la confianza en Dios la que nos da libertad y desata, por así decir, Su amor a nosotros. Aunque nos afanemos con todas nuestras fuerzas en seguir auténticamente a Cristo, no estamos exentos de pecados y debilidades. Por tanto, no lograremos la libertad de una vida sin tacha. ¡No lo conseguiremos con nuestras propias fuerzas! Sin embargo, en la confianza en nuestro Padre podemos encontrar verdadera libertad en todas las situaciones, ya sea en medio de la aflicción que nosotros mismos nos provocamos, o en la que nos causan otras personas o circunstancias. Siempre se abrirá una puerta si decimos: “Padre, confío en Ti.” Y si nuestra confianza es muy pequeña, pidámosle al Señor: “Ayúdanos a confiar”. Así como los discípulos le pedían: “Auméntanos la fe”(Lc 17,5), nosotros añadimos: “Acrecienta nuestra confianza”.