“El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (Sal 102, 8).
Nuestro Padre es compasivo.
De su plenitud, nos colma con todo aquello que tiene preparado para nosotros. Toda nuestra existencia es expresión de su amor, que se abaja a nosotros –seres humanos falibles y limitados– para elevarnos a Él. Nuestro Padre no nos creó porque nos necesitara. No, fue un acto libre del amor el llamar a sus criaturas a la vida, darles todo lo que necesitan para vivir y colmarlas consigo mismo.
Nuestro Padre es misericordioso.
Él conoce la debilidad y el pecado del hombre, que perdió el Paraíso; pero no quiere imputarle sus culpas, sino perdonarle. Una y otra vez le ofrece su misericordia a través de su Hijo. Cada persona, por más cargada de culpas que esté, puede convertirse y recibir el perdón de sus pecados.
Nuestro Padre es lento a la ira.
Él nos espera pacientemente y está siempre dispuesto a darnos el tiempo que necesitamos para la conversión, hasta poder acogernos en su Reino eterno. Allí donde nosotros mismos ya hace tiempo nos habríamos rendido, la longanimidad del Padre sigue en pie y es capaz de esperar. Es difícil sustraerse del amor longánimo de nuestro Padre; ¡es demasiado grande! Sólo si nos cerramos conscientemente a él, podemos desaprovecharlo.
Nuestro Padre es rico en clemencia.
Aquí nos encontramos con la Majestad de Dios, que, a pesar de estar sentado en su trono en una gloria sin igual, se abaja hacia el hombre con infinita clemencia (cf. Sal 112,5). Aunque esté consciente de su propia gloria, nuestro Padre Celestial se complace en abrazarnos con su bondad, llamarnos a estar cerca de Él e incluso poner su morada en nosotros.