“Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin término” (Sal 23,6).
El salmista expresa lo que el Padre Celestial ha dispuesto para nosotros, los hombres, y que podemos reconocer por la fe: es el gran “sí” de Dios a nuestra existencia; un “sí” que se nos manifiesta de diversas maneras. Es un “sí” que jamás revoca, después de haberlo pronunciado de una vez y para siempre sobre nuestra vida. Incluso la persona que rechaza a Dios atestigua con su sola existencia el “sí” de Dios sobre ella.
¡Qué alegría para Dios y qué bendición para la Creación entera cuando se manifiestan los hijos de Dios (cf. Rom 8,19)! En ellos el Padre se glorifica, pues sus hijos se convierten en testigos no sólo de su existencia, sino también del amor con que los envuelve todo el tiempo. Ellos atestiguan que la bondad y la misericordia de Dios los acompaña todos los días de su vida y que el Padre ha puesto en ellos su morada. No sólo son ellos quienes pueden habitar en la casa del Señor, sino que Dios mismo habita en ellos, convirtiéndolos en templos del Espíritu Santo.
Aquí se revela el sentido más profundo de nuestra existencia. Dios quiere adornarnos con su propia santidad, de modo que su bondad fluya a este mundo también a través de nuestras vidas. Su bondad y su misericordia, hechas presentes en nuestra vida y en nuestra íntima unión con Dios, se convierten en un río de vida que ha de llegar a todas aquellas personas a las que hemos sido enviadas.
Glorificamos a Dios y cooperamos en la salvación de las almas cuando anunciamos de palabra y obra su bondad y misericordia para con todos los hombres. En efecto, todos han de cobrar consciencia del amor de nuestro Padre Celestial, para convertirse a Él y llegar a la casa del Señor. Si se revisten con el traje de la gracia y acogen la invitación de Dios, les espera allí un banquete celestial.