«Dios mío, Santísima Trinidad, sé mi morada y mi cobijo; la casa del Padre que nunca quiero abandonar» (Santa Isabel de la Santísima Trinidad).
Un alma enamorada de Dios expresa en sus cartas lo que el Padre Celestial nos ofrece una y otra vez en el Mensaje a la Madre Eugenia: la relación más íntima del alma con su Creador y Salvador. Todos los libros del mundo no pueden describir cabalmente este amor. Hay que leer más en aquel libro del que hablaba Santa Juana de Arco: escuchar atentamente al Corazón de Dios y conocer a nuestro Padre tal y como es.
Sigamos escuchando un poco cómo Sor Isabel de la Trinidad cultivaba y percibía interiormente este amor del Padre Celestial:
«¡Qué hermosa es tu presencia en mí, en el santuario interior de mi alma! Haz que mi ocupación constante sea entrar en mí misma para perderme en ti, para vivir junto a ti.»
Y, en consonancia con el deseo expresado por el Padre en su Mensaje, Sor Isabel le suplica delicadamente:
«Haz, Dios mío, que mi alma sea para ti un pequeño paraíso, en el que puedas reposar con agrado.»
La santa sabe lo que el alma necesita para que el Padre pueda morar en ella con alegría: «Ayúdame, por tanto, a apartar de ella todo lo que pueda ofender tu divina mirada.»
Así, el alma de Sor Isabel se convirtió en el trono del Padre, mientras que su presencia se convirtió para ella en la casa interior del Padre:
«Dios mío, Santísima Trinidad, sé mi morada y mi cobijo; la casa del Padre que nunca quiero abandonar. Permíteme permanecer contigo no solo unos instantes o unas horas pasajeras, sino de manera constante. Que en Ti rece, que en Ti adore, que en Ti ame, que en Ti sufra, trabaje y actúe.»