“Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 126,1).
Estas palabras son una profunda invitación a abandonarnos enteramente en nuestro Padre en todos los ámbitos de nuestra existencia, buscando siempre sus caminos. Ciertamente existen asuntos en la vida que debemos decidir por nosotros mismos, porque Dios nos los ha encomendado. Pero incluso aquí debemos examinarnos a nosotros mismos: ¿Con qué espíritu hacemos las cosas? ¿Con la mirada puesta en el Señor para encontrar siempre la pista correcta? ¿O estamos demasiado enfocados en nuestros propios esfuerzos?
Jesús nos dice con toda claridad: “Sin mí nada podéis hacer” (Jn 15,5). Podemos entenderlo de la siguiente manera: sin la bendición de Dios –y, por tanto, sin su aprobación concreta de nuestro camino– no podrá desplegarse aquella fecundidad prevista para nuestra vida terrenal. Así, la casa de nuestra vida no se construiría conforme al plan de Dios, en cuanto que no permitiríamos que Él la edifique y nosotros seamos sus cooperadores siguiendo sus indicaciones.
¡Qué difícil resulta una vida así! En lugar de cimentarse sólidamente sobre el amor del Padre, intentamos reemplazarlo todo con nuestros propios esfuerzos. Como resultado, carece de aquel esplendor sobrenatural que adquiere la vida cuando nuestro Padre es el arquitecto, y a menudo tendremos que constatar que nos hemos cansado en vano.
Entonces, la clave radica en no apoyarnos principalmente en nuestros propios esfuerzos, sino en recorrer la vida de la mano de nuestro Padre, dejando que Él la convierta en una obra de arte de su gracia. Nunca podríamos hacerlo por nosotros mismos, pero tenemos un Arquitecto celestial que se complace sobremanera en modelarnos a su imagen y adornar la casa de nuestra vida con sus dones.