«Todos han de reconocer mi infinita bondad; una bondad que se dirige a todos, pero especialmente a los pecadores, a los enfermos, a los moribundos y a todos los que sufren» (Mensaje de Dios Padre a Sor Eugenia Ravasio).
Aquí radica el origen de la caridad cristiana, que se apiada del sufrimiento humano, y la razón por la que, desde sus inicios hasta hoy, la Iglesia se preocupa especialmente por los necesitados. La compasión de nuestro Padre Celestial ha contagiado a los cristianos y ha despertado en ellos el espíritu de la caridad, de manera que la suave clemencia de Dios se refleja en las obras de misericordia que practican. La caridad cristiana va mucho más allá de una mera compasión humana y trasciende con creces la preocupación por los más cercanos.
En la cita de hoy, nos encontramos con la bondad perfecta de nuestro Padre, que no se cierra a nadie y que se manifiesta especialmente con aquellos que más la necesitan: los que sufren.
El Padre empieza mencionando a los pecadores. En efecto, de entre todos los que sufren, son ellos los más dignos de compasión. Cualquier otro sufrimiento termina, a más tardar, con la muerte, por lo que tiene un final. En cambio, si el pecador se cierra conscientemente al amor de Dios, puede condenarse por toda la eternidad o, al menos, sufrir dolorosas purificaciones después de la muerte.
Por tanto, su situación es deplorable. Sin embargo, el amor de nuestro Padre llama a la puerta de su corazón de todas las maneras posibles y está dispuesto a perdonarle incluso los pecados más graves, que su Hijo pagó en la cruz. Recordemos esta promesa que el Padre quiso dejar plasmada en el Mensaje dirigido a la Madre Eugenia:
«Todos los que me llamen con el nombre de ‘PADRE’, aunque fuese una sola vez, no perecerán; sino que les será asegurada la vida eterna en comunión con los elegidos.»
¡Esto lo dice todo sobre la bondad de nuestro Padre!