Hch 15,22-31
En aquellos días, los apóstoles y presbíteros, de acuerdo con toda la iglesia, decidieron elegir de entre ellos algunos hombres y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Enviaron en concreto a Judas, llamado Barsabás, y a Silas, que eran dirigentes entre los hermanos.
Por su medio les enviaron esta carta: “Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los hermanos venidos de la gentilidad que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia. Habiendo sabido que algunos de entre nosotros, sin mandato nuestro, os han perturbado con sus palabras, trastornando vuestros ánimos, hemos decidido de común acuerdo elegir algunos hombres y enviarlos a vosotros, juntamente con nuestros queridos Bernabé y Pablo, hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. Enviamos, pues, a Judas y Silas, quienes os expondrán esto mismo de viva voz: Que hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas indispensables: absteneros de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza. Haréis bien en guardaos de estas cosas. Adiós.”
Ellos, después de despedirse, bajaron a Antioquía, reunieron la asamblea y entregaron la carta. La leyeron y se llenaron de alegría al recibir aquel aliento.
Una situación difícil tuvo que atravesar la joven comunidad cristiana… Algunos de entre sus propias filas no apoyaban el rumbo que había tomado la Iglesia en el Concilio de los Apóstoles en cuanto a la acogida de los gentiles. La cuestión resultaba particularmente difícil porque no eran problemas que venían de afuera; sino que procedían del seno de la comunidad. ¿Cómo afrontar una situación tal?
Aquí se plantea la cuestión de la autoridad: ¿Quién determina el rumbo de la Iglesia y quién delega?
Sabemos que, en primera instancia, es el Espíritu Santo mismo quien determina el camino de la Iglesia, quien corrige las desviaciones y concede una comprensión y un conocimiento más preciso. Después de Él, están los apóstoles instituidos por el Señor, así como San Pablo, que fue llamado posteriormente por el Resucitado y reconocido por los demás apóstoles. Así se desarrolló la autoridad de la Iglesia, que es una realidad visible en el Catolicismo. Podemos decir que es la “línea jerárquica” de la Iglesia, que también tiene la misión de instruir y anunciar. Pero, por desgracia, no siempre cumple esta tarea…
Por otra parte, surgen una y otra vez personas que se sienten directamente llamadas por el Espíritu Santo y quieren servir al evangelio en la manera que les es propia. Podríamos hablar aquí de una manifestación de la dimensión profética de la Iglesia. Mientras su anuncio no contradiga los lineamientos básicos de la Iglesia en materia de evangelización, los pastores deberían aceptar con gratitud la misión de tales personas, y no debería haber inconvenientes. El problema sólo surge cuando existen contradicciones, como era el caso con aquellos que exigían la circuncisión para todos los que querían ser cristianos (Hch 15,1). ¡Es ahí donde debe intervenir la autoridad de la Iglesia! Si no lo hace, se vuelve corresponsable de la confusión que se crea entre los fieles a causa de la falsa doctrina, y no cumple con la tarea que le ha sido encomendada, que consiste en velar sobre el auténtico anuncio del evangelio.
Pero, ¿qué sucede si en nuestro tiempo las mismas personas delegadas por la Iglesia ya no anuncian la recta doctrina, sino que la relativizan o hacen recortes? Pensemos, por ejemplo, en ciertos teólogos, profesores de religión, etc… ¿Todavía se los corrige con la misma claridad con que solía hacérselo en los tiempos de los apóstoles?
Con profundo dolor hay que decir que muchas veces ya no existe tal corrección. Parece que en la Iglesia se está haciendo común decir abiertamente cosas que no corresponden a la doctrina, sin tener que rendir cuentas por ello. Y, ¿cuál es el resultado? Desconcierto, inquietud, confusión… Son las mismas consecuencias que se nos describen en la lectura de hoy. Tal vez con el paso del tiempo se suma la indiferencia y la costumbre, después de haber escuchado tanto tiempo las falsas doctrinas.
Entonces, hay que apoyar una y otra vez la legítima autoridad de la Iglesia, y recordarle que corrija tanto a aquellos que, sin haber recibido un encargo, anuncian falsas doctrinas, como también a los que lo hacen por encargo. Ni los unos ni los otros actúan en conformidad con el Espíritu Santo en este punto.
Como he mencionado varias veces en mis meditaciones, la corrección no es exclusivamente de “una vía”; es decir, que no es solamente la jerarquía la que corrige; sino que, en caso de que ésta no cumpla debidamente su encargo, hace falta también una corrección para ella. Ciertamente esto sería en primera instancia una tarea que le compete al Espíritu Santo, quien nos exhorta a permanecer fieles a la doctrina transmitida, a comprenderla mejor y a anunciarla con autoridad. Pero, si no se presta oído al Espíritu Santo, entonces es bien posible que aquellos que se dan cuenta de que están siendo anunciandas falsas doctrinas tengan que hacer una corrección de forma adecuada, porque el pueblo de Dios debe ser preservado de los errores.