«Oh, mi buen Señor, si tan sólo mi alma pudiera llamarse tu amada» (Beato Enrique Suso).
En estas palabras, procedentes del místico alemán Enrique Suso, resuena el anhelo de un alma amante de Dios. Este anhelo se ha vuelto tan ardiente que suplica la unificación más íntima con Dios. Es el deseo de aquellas almas que han empezado a amar al Señor y, a la luz de este amor, reconocen que aún pueden y quieren amarle más. Así brota de lo más profundo del corazón este suspiro.
¿Y nuestro Padre?
Él se complace sobremanera en tal deseo, pues fue Él quien inflamó nuestro corazón con su amor. Ya en el momento de crearnos, sembró en nosotros este amor para que vivamos de él y lo anhelemos. Cuando una persona se despierta del letargo del olvido de Dios y de la indiferencia, que la envuelve como una densa niebla o una capa de hielo, su alma se aquieta y puede reposar en el corazón del Padre.
Esto es lo que le sucedió al beato dominico cuyas palabras nos acompañan hoy. Sin duda, su alma ya se había convertido en la «amada de Dios» cuando pronunció este profundo suspiro, porque el Padre atrae hacia sí a aquellas almas que lo aman y lo buscan. Una vez que el corazón ha sido inflamado por el amor de Dios, por un lado está en paz por haber hallado a Aquel que ama; pero, por otro lado, su amor es infinito y no se conforma con llegar hasta un punto y decir: «Hasta aquí es suficiente». No, el alma anhela la infinitud; anhela estar para siempre y lo más cerca posible de Dios. Quiere ser la «amada de Dios» para siempre, y nuestro Padre la mirará complacido y le asignará el lugar que le tiene preparado desde siempre.