“Y yo, que durante su vida me complacía en la esperanza de salvarlo una vez que se arrepintiese, me regocijo ahora aún más con mi corte celestial, porque se ha cumplido mi deseo de ser su Padre por toda la eternidad” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
Este extracto del Mensaje del Padre se encuentra al final de una conmovedora historia que Dios Padre cuenta a la Madre Eugenia. Vale la pena leerla íntegramente, porque nos muestra cómo nuestro Padre Celestial se esfuerza incesantemente por conquistar a un alma que, por su parte, le ofende constantemente con una vida de pecado. Sin embargo, nuestro Padre no cesa de cortejarla, con gran paciencia y perseverancia. Poco antes de morir, esta alma recapacita y pide perdón a Dios.
Finalmente, el deseo de nuestro Padre se hizo realidad. Ahora bien, así como Él luchó por salvar a esta persona en particular, nuestro Padre lucha por la humanidad entera. Al mismo tiempo, esta historia nos da una lección divina de cómo podemos luchar por un alma que parece haberse cerrado a la gracia de Dios.
En efecto, puede suceder que, a pesar de las gracias y bendiciones con que Dios la colma, a pesar de muchas amonestaciones, a pesar de las oraciones y sacrificios que otros ofrecen por ella, un alma simplemente no se aleja de sus rumbos equivocados. En tales circunstancias, puede suceder que nos desanimemos. Posiblemente también nos enfadamos, nos volvemos indiferentes, caemos en una excesiva tristeza o incluso nos amargamos.
En el pasaje que hoy escuchamos del Mensaje del Padre, llama la atención que el Señor hable de la alegría de la esperanza de que la persona en cuestión aún podría salvarse. ¿No es ésta una actitud divina que nosotros deberíamos imitar?
En lugar de dejarnos engullir por la sensación de que no tiene caso luchar por una persona concreta o por la humanidad en general, hemos de poner nuestra esperanza en Dios, creyendo firmemente que aún puede darse la conversión y, en consecuencia, alcanzar la salvación. Esta esperanza, a su vez, puede convertirse para nosotros en fuente de alegría, como nos muestra el Padre en estas palabras.