Ap 5,11-14
Yo, Juan, escuché en la visión la voz de una multitud de ángeles alrededor del trono, de los Vivientes y de los Ancianos. Eran miríadas de miríadas y millares de millares, y decían con voz potente: “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.”
Y oí que todas las criaturas -del cielo, de la tierra, de debajo de la tierra y del mar, y todo lo que hay en ellos- respondían: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y poder por los siglos de los siglos.” Los cuatro Vivientes decían: “Amén”; y los Ancianos se postraron para adorar.
Este pasaje del Apocalipsis nos permite sumergirnos en la realidad celestial y contemplar la posición que allí ocupa el Cordero de Dios. ¡Él es digno de adoración! Cuando podamos disfrutar para siempre y sin obstáculos su gracia, viviendo en comunión con Dios en el cielo, formaremos parte de aquella multitud que le rinde al Cordero de Dios todo el honor que le corresponde.
Pero esta lectura no sólo ha de presentarnos la gloria futura; sino que ha de impregnar también nuestra vida terrenal. De hecho, en cada Santa Misa y en los Sagrarios de las iglesias, el Señor está presente como el Cordero de Dios, ante quien doblamos las rodillas.
Al escuchar este pasaje del Apocalipsis, que nos muestra la realidad celestial, tenemos que cuestionarnos si en nuestros templos aún puede percibirse esta reverencia amorosa, esta rendición de honor a Dios que aquí se describe… Cuando, hace ya más de cuarenta años, recibí la gracia de reconocer en la Iglesia Católica la verdadera Iglesia de Cristo, una de las razones que me movieron a entrar en Ella fue la santa reverencia, que en ese entonces aún podía experimentar en los templos de Dios; una reverencia que me permitía hacerme una idea del cielo. ¡Era un misterio que me atraía! Cuando veía a todos los fieles arrodillarse reverentemente ante la presencia de Dios durante la consagración en la Santa Misa, me llenaba el deseo de hacer parte de esta adoración, de pertenecer a esta multitud que tan visiblemente le daba gloria a Dios.
Entonces, es evidente que la adoración reverente, el postrarse ante el Cordero de Dios, no solamente es la actitud apropiada frente a Dios, que corresponde a la dignidad de nuestra vocación más profunda; sino que además posee una dimensión apostólica para aquellas personas que están en busca de Dios. ¡Ciertamente esto no cuenta sólo para mi historia personal de conversión!
Desde esta perspectiva, deberíamos atrevernos a plantear este cuestionamiento: ¿Nuestras iglesias y liturgias aún reflejan algo de lo que esta lectura nos describe respecto a la adoración del Cordero? En caso de que la respuesta sea negativa, o si se estuviese descuidando cada vez más esta actitud reverente, la Iglesia perdería progresivamente su dimensión vertical. Y ésta sería una pérdida invaluable, sería pasar a una dimensión primordialmente horizontal, como lamentablemente sucede más y más en la actualidad.
Si interiorizamos la lectura de hoy, comprenderemos el incomparable mensaje que encierra la fe cristiana. ¡Todo se enfoca en el Cordero de Dios! ¡Todos y cada uno están llamados a unirse a la adoración del Cordero! Ningún líder religioso –ni Buda, ni Krishna, ni Mahoma; ningún gurú o maestro– puede ser adorado. Todos ellos son seres humanos y participan de la limitación de las criaturas. Todas las religiones y sistemas de creencias, aunque se puedan reconocer en ellos algunos rayos de la luz verdadera, son incompletos y contienen errores. También los judíos, nuestros “hermanos mayores”, necesitan ser iluminados para reconocer y adorar a su Mesías, al Cordero de Dios. ¿Cuándo sucederá esto? ¡Sólo Dios lo sabe!
Ciertamente a nosotros se nos pedirá cuentas de lo que hicimos con el gran tesoro que se nos ha confiado en la auténtica doctrina y en la praxis que se deriva de ella. ¡Y es que nosotros recibimos el agua de vida que brota del “trono del Cordero” (cf. Ap 22,1), y se nos ofrece el santo alimento como viático en el camino hacia la eternidad! ¡Que el Señor nos preserve de ser descuidados con este sumo bien y de despilfarrarlo! ¡La Iglesia Católica no es simplemente una entre muchas religiones, ni está a un mismo nivel con ellas! Tal pensamiento sería absurdo por el simple hecho de que en Ella –en la Iglesia– tiene lugar la adoración del Cordero de Dios, la cual muchas personas aún tienen que conocer. Esto no significa, de ninguna manera, que los católicos seamos mejores que los demás. Antes bien, se nos ha confiado un enorme tesoro: la verdadera religión, la verdadera fe… Sería falsa humildad pensar que uno se estaría poniendo por encima de las otras religiones al estar convencidos de esta verdad. La auténtica humildad siempre sigue a la verdad. Y la verdad no es una posesión; sino un regalo y un encargo de Dios, bajo el cual hay que someterse y al cual hay que servir. Sería una falta de amor y de humildad el ocultarles a las personas el tesoro que Dios nos ha encomendado, negando, a fin de cuentas, al Señor mismo.
La adoración celestial del Cordero de Dios nos invita a unirnos conscientemente a ella, y, de ser posible, a conducir también a otras personas hasta allí. ¡Éste es un mandato del Señor, que nadie puede cambiar y que deberíamos cumplir con amor!