Ap 12,7-12 (Lectura opcional para la Fiesta de los santos Arcángeles)
Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él.
Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: “Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios. Ellos lo vencieron gracias a la sangre del Cordero y a la palabra de testimonio que dieron, porque despreciaron su vida ante la muerte. Por eso, regocijaos, cielos y los que en ellos habitáis. ¡Ay de la tierra y del mar! porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo.”
El texto opcional que la Iglesia nos ofrece para la Fiesta de este día se presta para meditar más detenidamente sobre algunos aspectos del combate espiritual. Recordemos que, en la Carta a los Efesios, San Pablo nos aclara que: “Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso (…).” (Ef. 6,12).
Al mismo tiempo, debemos tener siempre presente que este combate no tiene, de ningún modo, un desenlace incierto; antes bien, se trata de actualizar concretamente en nuestra vida la victoria que Cristo ya ha alcanzado.
Escuchamos en la lectura el grito de júbilo: “Ahora ha llegado la salvación…”; y, por otro lado, la advertencia: “¡Ay de la tierra y del mar! porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo”.
Dios nos ha dejado este combate, y a Él le agrada que los poderosos ángeles caídos sean vencidos por aquellas personas en las que mora Cristo. Por ello, otorgó a los discípulos la potestad de expulsar demonios (cf. Lc 9,1); un poder que no cuenta únicamente para los sacerdotes. Todos –cada cual conforme a la manera propia que el Señor le haya confiado– estamos llamados a cooperar para que los demonios sean debilitados y tengan que retroceder.
Recordemos nuevamente: Nos encontramos en un combate espiritual, que ha de ser librado con medios espirituales. No nos enfrentamos a un rival justo y honesto, que “cumpla las reglas de la jugada”; sino a uno que intentará aprovecharse de cada debilidad que encuentre en nosotros. Sin embargo, y precisamente por ello, nosotros debemos enfrentarnos a nuestro adversario en la actitud adecuada, y hemos de cuidarnos de no caer en la presunción de insultar o ridiculizar al Diablo, como lo hacía, por ejemplo, Martín Lutero.
A este respecto se nos da una importante indicación en la Carta de Judas, que nos muestra cómo San Miguel se enfrenta al demonio: “El arcángel Miguel, cuando -oponiéndose al diablo- disputaba sobre el cuerpo de Moisés, no se atrevió a pronunciar una sentencia injuriosa, sino que dijo: ‘¡Que el Señor te reprenda!’” (Jd 1,9).
Incluso con respecto al Diablo mismo, no podemos olvidar que se trata de una criatura originariamente buena, que por desgracia pervirtió su propio ser. ¡Sus obras e intenciones son ahora abismalmente malvadas! ¡Son él y sus demonios quienes calumnian y se burlan!
Por ello, es importante que nosotros no nos pongamos a este nivel de disputa.
Ciertamente no debemos amar al Diablo, ni tener una falsa compasión con él; sino que hemos de despreciar y rechazar todas sus obras. Pero esto debemos hacerlo siempre en la actitud del Arcángel San Miguel, quien exclama: “¡Que el Señor te reprenda!”. Si nosotros emplearíamos insultos o burlas, nos pondríamos espiritualmente al nivel de los demonios y, así, ellos ya podrían ejercer su influencia sobre nosotros.
Este criterio cuenta aún más cuando se trata de personas que se han abierto a la influencia del mal. En este caso, debemos establecer la gran distinción entre el pecado y el pecador, conforme a lo que la Iglesia siempre nos ha enseñado: el pecado ha de ser rechazado, mientras que el pecador debe ser amado. Si empezamos a despreciar al hombre –es decir, no sólo las obras malas e indignas que practica, sino a él mismo– entonces nos adentramos también nosotros en el terreno del espíritu demoníaco.
Pongamos un ejemplo concreto en relación a la situación actual de la Iglesia:
Todos sufrimos bajo la constante publicación de comportamientos sexuales desordenados entre ciertos clérigos. Sin duda tales actos son malos, algunos incluso criminales, y, en todo caso, moralmente reprobables. Sin embargo, sería erróneo y sumamente injusto meter a todos los sacerdotes “en un mismo bote” e insultarlos, pues la mayoría de ellos no son culpables en absoluto.
Incluso en relación a aquellos que sí cargan culpa, hay que discernir el caso con cautela: ¿Es que han luchado contras sus inclinaciones pecaminosas, han frecuentado la confesión y han buscado ayuda; o, por el contrario, han sido indiferentes frente a su mala inclinación, o peor aún, la han justificado en contra de la enseñanza de la Escritura y de la Iglesia?
Si nosotros simplemente culpamos, fácilmente puede sucedernos que nos convirtamos en el “acusador de nuestros hermanos” (Ap 12,10), como la lectura de hoy llamaba a Satanás. En este caso, estaríamos asumiendo la actitud acusadora del Diablo y, así, también su forma de tratar con la culpa de los demás. ¡Pero Cristo ha derrotado al acusador, a través de Su Sangre, que confiere el perdón de los pecados!
Si queremos ser un apoyo para la Iglesia en el actual combate espiritual, entonces debemos tener presente que la batalla ha de ser librada con mucha prudencia, sin dejarnos influenciar indirectamente por el espíritu del Adversario. Tomemos como ejemplo la forma de luchar de los santos ángeles. Con su grito “¿Quién como Dios?”, el Arcángel San Miguel defiende el honor de Dios contra la soberbia de los ángeles caídos.
En este combate espiritual, intentemos estar centrados en Dios, argumentando de manera objetiva y sin dejarnos arrastrar hacia una esfera emocional que nos debilita. Esto cuenta especialmente para la actual confrontación, de tanto peso, respecto al rumbo que la Iglesia está tomando.
¡Hemos de argumentar de forma objetiva! De hecho, todo insulto y humillación, toda burla y ridiculización lanzada contra las personas, toda actitud acusadora, es ya una infiltración de aquel mismo espíritu a quien se supone que debemos combatir.