Nota preliminar: Estas meditaciones las escribí en el pasado; es decir, que son repeticiones. En ese entonces, aún no se podía prever la situación dolorosa que actualmente estamos viviendo. Es por eso que hay algunas formulaciones que hacen referencia a la celebración eucarística, en el marco de cómo podíamos frecuentarla hasta hace poco. A pesar de ello, no modificaré esta meditación; sino que se la ofreceré al Señor, pidiéndole que, cuanto antes, los fieles vuelvan a tener acceso a los santos sacramentos, y que se digne acoger esta privación involuntaria como reparación por tantos sacrilegios.
Durante la cena, Jesús se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. (Jn 13,4-5)
¡Cuánto amor se nos manifiesta en este día! ¡Con qué gestos tan extraordinarios nos encontramos! El Señor del cielo y de la tierra lava los pies a sus discípulos, y les ayuda a entender mejor en qué consiste su seguimiento: es el servicio. Dios mismo, en su infinito amor, sirve al hombre, y nos llama a vivir en este mismo servicio.
Entonces, si nos cuestionamos cómo podemos servir a nuestro prójimo, la respuesta es: así como Jesús nos sirve a nosotros. No hay nada que para él sea demasiado bajo o despreciable, como para no tocarlo con Su amor y transformarlo. A sus discípulos los convierte en príncipes en Su Reino; de los pecadores quiere hacer santos.
“Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pues, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros.” (Jn 13,13-14)
Nosotros lavamos los pies de las otras personas cuando las acogemos en nuestro corazón, aun a aquellas que están alejadas. Nosotros servimos a los demás –y en primer lugar a nuestros hermanos—cuando día a día intentamos imitar al Señor en todo y realizar nuestras obras en Él. Nosotros servimos cuando no cerramos los ojos ante la necesidad de otras personas, sea material o espiritual. Nos lavamos los pies unos a otros cuando nos exhortamos y animamos mutuamente a vivir y actuar en el espíritu de Jesús, pues Él nos dio un ejemplo para que hagamos con otros lo que Él hizo con nosotros.
Y como si no nos hubiera dado ya suficientes muestras de su amor, Jesús quiere dejarnos para siempre la actualización de su entrega al Padre y a los hombres.
Así, no solamente lava los pies de sus discípulos; sino que Él mismo se da como alimento. Él es el pan que ha bajado del cielo (cf. Jn 6,51); Él es el fruto del árbol de la vida, que no habíamos podido recibir desde el momento en que perdimos el Paraíso; Él nos ofrece su Carne y su Sangre como alimento, en vísperas de su Crucifixión, para que tengamos vida y la vida de Dios crezca en nosotros. Él no solamente entrega algo de Sí; sino que se nos da por entero.
¡Cuánta gloria recibe el Padre! ¡Qué ayuda tan rebosante de gracia para nosotros, los hombres! ¿Quién podrá comprenderlo?
Día a día se hace presente este misterio en el Santo Sacrificio de la Eucaristía; día a día, hasta la consumación del mundo, se actualiza incruentamente el suceso del Gólgota. Día a día las personas están invitadas a prepararse y purificarse para recibir este santo alimento, para que éste pueda obrar su efecto de gracia. Día a día se puede recibir al Señor, cuando se vive en estado de gracia. Día a día Jesús se nos dona, y el sacerdote, en nombre de Cristo, tiene la dicha de brindarlo a los hombres. Día a día fluyen inconmensurables ríos de gracia, que Dios ha preparado para la humanidad. Día a día sucede en nosotros la obra de la Redención, cuando acogemos y seguimos la invitación del Señor.
¡Nunca podrá enmudecer nuestra alabanza, ni en la tierra ni en el cielo, cuando reconocemos al Señor y a sus obras! ¡Toda la gloria sea dada al Dios Trino!