¡Ahora estás aquí, Niño Divino!
¿Qué te movió a venir donde nosotros, a un mundo tan hostil?
La razón sólo puede estar en Tu inconmensurable amor a nuestro Padre Celestial, y en Tu infinito amor a nosotros, los hombres.
¿Quién puede comprenderlo?
¡Yo simplemente lo creo y puedo percibirlo en Tu sonrisa!
Veo cómo abres tus brazos y es como si nos dijeras: “Venid, olvidad la pena y la aflicción, que se desvanezcan las preocupaciones de la vida! ¡Yo estoy aquí!”
Sí, realmente has venido.
Durante tantos siglos fuiste anunciado y prefigurado en muchas figuras y tipos. Pero ahora Tú mismo estás aquí, y ya nada es como antes. ¡Todo ha cambiado!
Ahora Tú eres el centro… Así como un niño recién nacido es el centro de la familia, eres Tú el centro de toda la familia humana.
Si te acogemos gozosamente, entrará en nuestro corazón la verdadera felicidad.
Si te acogemos a Ti, amado Niño, Tú nos colmarás con Tu inefable presencia y con Tu clemencia.
Si no te acogemos, Tú –no obstante– no te alejarás de nosotros; sino que esperarás hasta que haya llegado Tu hora (2Tim 2,13).
Tú esperas que algún día –ojalá no demasiado tarde– serás recibido también por aquellos que te habían rechazado, porque no sabían lo que hacían.
Tú, hermoso Niño, nos cortejas y quieres conquistar nuestros corazones con Tu amor:
Tu amor manifestado en la dulzura del Niño de Belén, en la sabiduría del Maestro, en la fuerza del que anuncia y sana, en la humildad del Crucificado, en la luz de Tu Resurrección, en el esplendor de Tu Segunda Venida…
Hoy has venido a nosotros como Niño…
¡Ahora estás aquí!
¡Te damos infinitas gracias y te adoramos!