Mc 6,53-56
En aquel tiempo, terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret y atracaron. Apenas desembarcaron, le reconocieron en seguida. Recorrieron entonces toda aquella región y comenzaron a traer a los enfermos en camillas adonde oían que él estaba. Y dondequiera que entraba, en pueblos, ciudades o aldeas, colocaban a los enfermos en las plazas y le pedían que les dejara tocar siquiera la orla de su manto; y cuantos la tocaban quedaban curados.
No sabemos si las personas que experimentaron estos milagros y fueron curadas, se convirtieron definitivamente al Señor. Pero, del mismo modo como el Padre hace salir el sol sobre buenos y malos (cf. Mt 5,45), así el Señor otorga Su amor sanador a todos los que están necesitados de él. En realidad, se podría pensar que un potente signo, como lo es un milagro, debería bastar para convencer de que es Dios quien está obrando. Y, en consecuencia, lo natural sería que las personas se vuelvan a Dios. Sin embargo, vemos tanto en el evangelio (cf. p.ej. Jn 11,45-48) como también en otros casos a lo largo de la historia de la Iglesia, que no necesariamente sucede así.
Recordemos en este contexto la audio-novela sobre Santa Inés. A pesar de varios milagros evidentes, solamente se convirtió Claudio, que había sido resucitado de la muerte. Los sacerdotes de los ídolos, en cambio, en vista de tales signos, incluso insistieron en dar muerte a Inés. El ejemplo de Jesús mismo nos muestra que lamentablemente sucede así. Todas estas curaciones y otros milagros que Él obraba, debieron hacer que los fariseos y escribas crean en Él. Sin embargo, sabemos que, por desgracia, en muchos casos no fue así.
¡Pero no por eso Dios deja de hacer el bien a los hombres! Hay que hacer el bien por causa del bien, aun si no se produce inmediatamente como consecuencia aquello que sería el sentido más profundo; es decir, el despertar de la fe y el concreto seguimiento del Señor. Por ejemplo, puede suceder que rezamos incesantemente por una persona, y quizá durante décadas o nunca veamos algún cambio. En este contexto, se me vienen a la mente aquellas historias que se cuentan sobre misioneros, que predicaron bajo las circunstancias más difíciles y dedicaron su vida con gran entrega a la misión; pero nunca pudieron ver los frutos de todos sus esfuerzos. Sin embargo, después de su muerte, sucedió que todos los habitantes de aquel territorio abrazaron la fe.
Dios siempre quiere dar a entender al hombre cuánto lo ama, y concederle su cercanía, aun si todavía no sabe acogerlo.
En el evangelio de hoy, nos encontramos con una gran apertura frente al Señor, porque si las personas creían que quedarían curadas con tan sólo tocar la orla de su manto, podemos asumir que tenían una fe fuerte. Y, en efecto, escuchamos que todos fueron curados.
Nuestra fe en el Señor siempre se ve desafiada en muchas dimensiones. Jesús puede y quiere sanar. Sin embargo, la sanación del alma es aún más importante que la del cuerpo. Si las personas se olvidan de Dios o incluso han entrado en el campo del pecado –como lamentablemente sucede una y otra vez–, entonces su alma se enferma. No solamente se la priva del alimento sanador de la presencia de Dios, que la fortalece y sostiene; sino que además, a través del pecado, se le administra el veneno de la muerte. Con este veneno de la muerte, el espíritu del mal puede penetrar cada vez más en el alma y dominarla más y más. Ahora ella vive gravemente enferma en la casa de esclavos de un tirano gobernante. Quizá apenas pueda moverse…
Escuchemos atentamente que, en el evangelio de hoy, llevaban a los enfermos en camillas donde Jesús, para que al menos pudiesen tocar la orla de Su manto. Si las personas que se encuentran en un estado de pecado como lo describimos antes ya no pueden acudir a Jesús por sí mismas, entonces nosotros, a través de nuestra oración, hemos de llevar a estos enfermos donde Él, sin dejarnos espantar por la lepra del pecado. Y si estos enfermos aún no buscan a Jesús por sí mismos, entonces hemos de pedirle al Señor que nos muestre caminos para llegar a ellos y para que tal vez puedan, a través de nosotros, tocar al menos la orla de Su manto.