Mt 9,1-8
En aquel tiempo, Jesús subió a una barca, cruzó de nuevo el mar y llegó a su ciudad. Entonces, le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico: “Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados.”
Entonces algunos escribas dijeron para sus adentros: “Éste blasfema”. Conociendo Jesús sus pensamientos, dijo: “¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘Levántate, y anda’? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados -se dirigió entonces al paralítico-, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.” Él se levantó y se fue a su casa. Al ver esto, la gente se atemorizó y glorificó a Dios por haber dado tal potestad a los hombres.
¡Perdonar los pecados! Los escribas reconocieron lo esencial que Jesús vino a traer a los hombres. Y tenían razón cuando decían que sólo Dios puede perdonar los pecados (cf. Lc 5,21). Pero la pregunta decisiva sería quién es en realidad ese Jesús. ¿Es que blasfema, al hacer cosas que únicamente Dios puede hacer; o es que Jesús no es solamente un rabino, sino que Él mismo es Dios?
Ésta es la pregunta clave que debieron plantearse, y Jesús hizo todo para convencerlos. En este caso, obró ante sus ojos el milagro de la curación del paralítico, para confirmar que tenía también la autoridad de perdonar los pecados: “…para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados”.
A consecuencia de este milagro, las personas que lo habían presenciado empezaron a glorificar a Dios. En cambio, según lo que podemos deducir de los evangelios, la mayoría de los fariseos y escribas cerraron su corazón ante Jesús, de manera que no pudieron reconocer a su Mesías y al Hijo de Dios.
¡Qué regalo tan grande es que Dios sane y perdone los pecados! ¡Cuántas personas están tan necesitadas de poder llevar ante Él sus culpas, para recibir Su perdón! Pero son tantos los que aún no conocen al Señor, e ignoran cuán cerca quiere estar Dios de ellos, conviviendo en una viva relación de amor.
¿Cómo podemos hacer comprender a las personas la verdad del evangelio? Por buenas e importantes que sean las obras de misericordia corporales, éstas no bastan. Una Madre Teresa de Calcuta, cuyo testimonio de amor al prójimo resplandeció en el mundo, dijo que la mayor tragedia del pueblo indio es que no conozca a Jesucristo. ¡Esto cuenta para toda la humanidad! Y de aquellos que ya recibieron el anuncio del evangelio, podría decirse: “La mayor tragedia consiste en que el evangelio no sea acogido hasta el punto que transforme nuestra vida”. ¡De ahí resulta la tragedia de la apostasía!
Vemos, entonces, que urge el llamado a la evangelización y a la nueva evangelización. Pero el pasaje que hemos leído hoy nos enseña que no todos acogerán al Señor, por más evidente que sea la verdad del evangelio.
¡No nos dejemos desanimar por el rechazo y la indiferencia que podamos encontrar! ¡El Señor mismo nos dio un ejemplo! A pesar de tanta hostilidad y rechazo, Él cumplió su misión hasta el final, para ofrecernos nueva vida en Sí mismo y para alcanzar el perdón de los pecados para todos los hombres.
Aunque nosotros, los hombres, podemos y debemos perdonarnos mutuamente las culpas, hay que tener en cuenta que en cada pecado hay una rebelión e infidelidad contra Dios, que sólo Él podrá perdonar.
Por ello, es tanto más importante que ayudemos a las personas a conocer a Dios y a entrar en una auténtica relación con Él. Para ello es necesario encontrarse verdaderamente con Jesús. Los diálogos de la Iglesia, sea con otras religiones o denominaciones cristianas, o con el mundo ateo, o con la ciencia; tendrán sentido solamente si abren las puertas a la verdad. En cambio, no serán fructíferos si opacan la verdad o la relativizan, como si el mensaje de Cristo estuviera al mismo nivel que las enseñanzas de otras religiones o sistemas de creencias.
Precisamente el perdón de los pecados es el que distingue esencialmente al cristianismo de las otras religiones. Sólo el Hijo de Dios puede perdonar los pecados, y por eso es esencial que todos los hombres conozcan el evangelio. Por nuestra parte, aprovechemos con regularidad el don del perdón que se nos da en Cristo; y ayudemos a que otras personas encuentren el camino hacia el Señor, para que también ellas reciban la gracia de la Redención y se salven.