“Y toda lengua proclame ‘Jesucristo es Señor’ para gloria de Dios Padre” (Fil 2,11).
¡Cuánto glorificaría a nuestro Padre que toda la humanidad, junto a los que están en los cielos y en los abismos, doblase sus rodillas ante el nombre de Jesús (cf. Fil 2,10)! La humanidad sería liberada de las tinieblas y nuestro Padre podría devolver todas las cosas al orden que Él dispuso para nosotros y que corresponde a su infinita verdad.
No cabe duda de que, por desgracia, estamos muy lejos de ello.
Pero tenemos la certeza de que, como dicen las Escrituras, Dios otorgó a su Hijo un Nombre que está sobre todo nombre (Fil 2,9). Si nos aferramos con fe a esta verdad, precisamente en tiempos en que se la pone en duda, mientras que un creciente neo-paganismo oscurece la faz de la tierra, glorificamos a nuestro Padre y damos testimonio de su inquebrantable deseo de salvar a los hombres.
Nada de lo que Dios ha dicho se perderá. La palabra que hoy hemos escuchado de la Carta a los Filipenses nos servirá de motivación en un mundo que se sume en creciente oscuridad, para anunciar el amor de nuestro Padre que se nos ha revelado en su Hijo Jesús.
¿Podemos abandonar a las personas en el mundo y dejarlas a merced del error de que cada uno o cada religión tiene su propio camino hacia Dios? ¿Podría querer esto nuestro Padre?
No, por la gloria de Dios y por amor a los hombres no podemos hacerlo. Como cristianos, no se nos ha encomendado proclamar nuestras propias ideas en relación a la salvación de la humanidad; sino que tenemos que atestiguar el camino que nuestro amado Padre ha elegido para todos.
Este camino lo conocemos y confesamos sin reservas:
¡Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre! Él es el camino, la verdad y la vida, y nadie va al Padre sino por Él (Jn 14,6).