“Cuanto más amor a Dios reine en una persona, menos poder tendrá la injusticia sobre ella” (San Agustín).
Cuanto más profundamente el amor de Dios penetre en nuestro corazón y el Espíritu Santo tome las riendas, tanto más notaremos que la injusticia es incompatible con el camino del amor. El Libro de la Sabiduría habla de ello: “El Espíritu Santo que nos educa huye del engaño, se aleja de los pensamientos necios y se ve rechazado ante el ataque de la injusticia” (Sab 1,5).
Puesto que el Espíritu Santo es el amor derramado en nuestros corazones (Rom 5,5), no nos permite actuar injustamente y se opone a toda pretensión que vaya en esa dirección. Incluso nos exhortará a rechazar inmediatamente todo pensamiento equivocado, porque “los pensamientos retorcidos apartan de Dios” (Sab 1,3). Su veneno no debe penetrar en nosotros, agitando nuestras emociones y poniéndolas al servicio de la injusticia.
Y el Espíritu Santo no sólo nos enseñará a alejarnos de los pensamientos injustos, sino que, mediante el despliegue de sus dones, hará crecer nuestro amor por el Padre. Cada oración, cada paso hacia Dios (y esto incluye el rechazo de los malos pensamientos) profundiza nuestro amor al Padre, de modo que empezamos a sentir un “dolor espiritual” cuando descubrimos algo en nosotros que es incompatible con su amor.
Así, el Señor trabajará con nuestra cooperación para que nos resulte cada vez más imposible ser injustos, al menos de forma voluntaria y con plena conciencia.
Este proceso puede volverse aún más sutil cuando Dios, que conoce lo escondido, nos hace ver actitudes y hábitos de los que no estábamos conscientes o sólo semi-conscientes. Si empezamos a percibirlos y a dejar que Dios los toque y los transforme, podremos refrenar más rápidamente todo movimiento de injusticia en nosotros y seguir superándola con la gracia de Dios.