IMPLORAR EL AMOR A DIOS

“¡Oh, Señor! Si tan sólo pudiera trazarte en mi corazón, grabarte en lo más íntimo de mi corazón y de mi alma con letras doradas, para que nunca te borraras” (Beato Enrique Suso).

¿Cómo podría nuestro Padre desoír una súplica tan ardiente que nace de lo más profundo del corazón? ¿Cómo podría negarle este deseo? Es imposible, porque estas palabras tan profundas y tan santas no pueden sino brotar del Espíritu Santo que inhabita en el corazón. Una vez que las haya pronunciado, el Padre se apresurará a cumplir su deseo.

El beato Enrique Suso ardió toda su vida en el fuego del Espíritu Santo y se consumió en el amor por Dios. Ahora está para siempre allí donde su gran anhelo se ha cumplido a plenitud.

¡Si tan sólo nuestro corazón, que a menudo sigue siendo frío y embotado, pudiera arder así! Tal vez aún está apegado a diversas cosas pasajeras, a nuestros propios pensamientos e ideas, a los que solemos dar demasiada importancia. Todo esto representa un obstáculo para que el Espíritu Santo penetre hasta los estratos más profundos de nuestro corazón, allí donde brota el gran anhelo de unificación con Dios.

Pero aunque así fuera, podemos al menos con la “punta de nuestra voluntad” implorar que se encienda en nosotros el fuego del amor a nuestro Padre. Él considerará esta súplica como un hecho.

Siempre podemos acudir a nuestro Padre y declararle nuestro amor. Él se alegrará de escucharlo, aunque nosotros mismos nos sintamos un tanto extraños porque nuestros sentimientos permanecen más bien indiferentes. Al fin y al cabo, queremos amar a Dios. Y si aún no lo queremos como deberíamos, podemos pedir incluso este querer.

Nuestro Padre es tan infinitamente generoso que hasta el más mínimo y sincero intento de amarlo toca su Corazón paternal. A este intento Él responde con la plenitud de su amor, y así queda grabado con letras doradas en lo más íntimo de nuestro corazón.