“Conduce de vuelta al camino recto a aquellos que tu longanimidad vio extraviarse” (Himno de Laudes en el Tiempo de Cuaresma).
Si nuestro Padre no fuera como es, ¿quién podría resistir ante Él? Pero ÉL no puede sino ser como es, porque en Él no hay cambio alguno: Él es el amor y siempre lo seguirá siendo. Si no fuera así, ¿nos quedaría esperanza alguna? ¡No! Pero, puesto que nuestro Padre es como Él es, podemos depositar toda nuestra esperanza en Él. Este es el realismo de la fe. Con la certeza de que nuestro Padre nos ama y nunca deja de hacerlo, estamos invitados a conocerlo, honrarlo y amarlo.
Pero ¿cómo podemos llegar a amarle más? Jesús nos dice: “El que me ama guardará mis mandamientos”. Si no observamos sus mandamientos, permanecemos en tinieblas. ¡Cuántas personas se han extraviado del camino recto! ¡Cuántas aún no han encontrado las verdes praderas que Dios les ofrece! Y ¿qué hace nuestro Padre frente a esta realidad?
Su amor y longanimidad no cesa de buscarlas. Él no se rinde en su lucha por los hombres. Su longanimidad es inagotable y espera hasta el último suspiro con la esperanza de que la persona aún se vuelva a Él, que muestre un mínimo signo de arrepentimiento, que lo invoque una sola vez con el nombre de “Padre”.
Todo lo intenta para salvar a la humanidad. Incluso permite que los hombres sientan en carne propia las consecuencias de sus pecados y extravíos. Pero siempre está ahí su longanimidad, que no decae en su espera y en sus esfuerzos por la salvación de aquellas almas que creó por amor.
Si queremos amar más aún a nuestro Padre, interioricemos esta maravillosa cualidad suya e imitémosla. No nos rindamos en nuestra lucha por las almas, por más perdidas que estén. Recemos incesantemente por ellas, para que encuentren el camino de la salvación o sean conducidas de regreso a él. Entonces nos asemejaremos más a nuestro Padre Celestial y nos volveremos más capaces de amarlo.