Jn 10,27-30
En aquel tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.”
Reconocer la voz del Señor y seguirle… Ésta es una indicación siempre vigente, y adquiere particular importancia en estos tiempos de confusión que se vive en el mundo y lamentablemente incluso en nuestra Iglesia. En estos días difíciles no basta con ser piadosos; sino que además se debe tener también el discernimiento de los espíritus, puesto que muchos de los pastores de nuestra Iglesia ya no están conduciendo a las ovejas hacia las buenas praderas y se están adaptando al espíritu del mundo. Y no podremos percibir la voz de Jesús mientras prestemos oído al espíritu del mundo, porque éste no entiende nada del Reino de Dios (cf. 1Cor 2,14); sino que se tiene a sí mismo como meta.
Cuán reconfortante y consoladora es esta palabra del Señor: “Yo conozco a mis ovejas y ellas me siguen (…). No perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano.” Mucho más allá de nuestros propios esfuerzos, podemos contar firmemente con que Dios protege a los Suyos y está pendiente de ellos, incluso en tiempos de tanta confusión. ¡Ésta es nuestra seguridad!
Nosotros, por nuestra parte, hemos de cuidar que nuestro corazón no se aparte del Señor, de no dejarnos llevar por tantas seducciones que se nos presentan, de no descuidar nuestra vida espiritual y de dar aquellos pasos que el Señor nos llama a dar.
¿Cómo podemos aprender a distinguir con precisión la voz del Señor de las otras voces que nos susurran?
En primer lugar, nos lo enseñará la meditación correcta de la Palabra de Dios. Hace falta interiorizarla para que produzca fruto, porque las Palabras de Dios no han de retornar a Él vacías (cf. Is 55,11). Una y otra vez hemos de escuchar y leer las palabras de la Sagrada Escritura, porque ellas esclarecen nuestro pensar, son luz en nuestro sendero (cf. Sal 119,105) y constituyen una ayuda invaluable para el discernimiento de los espíritus, pues, como dice la Carta a los Hebreos: “Viva es la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4,12).
Puesto que Dios mismo es la Palabra (cf. Jn 1,1), su luz nos ilumina cuando acogemos realmente esta Palabra. En ese sentido, es importante que no sólo la asimilemos con el entendimiento, sino con el corazón.
La misma voz del Señor que nos habla en su Palabra, resuena también en la auténtica doctrina de la Iglesia. Es el mismo Espíritu, que nos explica con mayor precisión las palabras de Cristo. Sin embargo, en este punto hay que distinguir muy bien entre lo que es realmente doctrina de la Iglesia y lo que son opiniones privadas de ciertos teólogos o jerarcas, o incluso falsas doctrinas …
¡Sólo en la auténtica doctrina de la Iglesia podremos reconocer realmente la voz de Cristo, que nos toca en nuestro amor a la verdad! El amor a la verdad no tolera afirmaciones difusas, que fácilmente pueden ser malinterpretadas. “Vuestro sí sea un sí y vuestro no, un no, pues lo que pasa de aquí proviene del Maligno”–nos dice el Señor (Mt 5,37). Del mismo modo como Jesús nos muestra las cosas con toda claridad, así deben hacerlo también los pastores a imitación suya. Y si no lo hacen, ya sea por respetos humanos, por dudas o por estar en error, ya no resonará a través de ellos la voz de nuestro Pastor y, en consecuencia, las ovejas no podrán seguirles: “A un extraño no le seguirán, sino que huirán de él porque no conocen la voz de los extraños” (Jn 10,5).
Para permanecer íntimamente adheridos al Señor, es necesaria la oración regular, el intercambio interior con Jesús. ¡Jamás nos excederemos en ello! Cuanto más cultivemos la relación con Él, tanto más enfocado en Él estará nuestro corazón. Esto incluye la recepción de los sacramentos, en los cuales Dios nos ofrece concretamente la gracia de su presencia.
A través del diálogo interior con Jesús, Él podrá hablarnos cada vez más y con mayor claridad. Así va surgiendo la unidad entre la Palabra de Dios, la recta doctrina y la oración fecunda.
Esta unidad en la sólida fe nos dará entonces la certeza de estar en el camino correcto, y nos permitirá distinguir la voz de Jesús de aquellas otras que nos desvían o extravían…
Además, podemos encomendarnos de manera especial a la Virgen María, que conocía la voz de su Señor y cumplió perfectamente su Voluntad.