Ef 4,32–5,8
Sed benévolos unos con otros, compasivos, perdonándoos mutuamente como Dios os perdonó en Cristo. Imitad, por tanto, a Dios, como hijos queridísimos, y caminad en el amor, lo mismo que Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y ofrenda de suave olor ante Dios. Como conviene a los santos, la fornicación y toda impureza o avaricia ni se nombren entre vosotros; ni palabras torpes, ni conversaciones vanas o tonterías, que no convienen. Haced más bien acciones de gracias.
Porque debéis tener bien claro y aprendido esto: que ningún fornicario o impúdico, o avaro, que es como un adorador de ídolos, puede heredar el Reino de Cristo y de Dios. Que nadie os engañe con palabras vanas, porque por culpa de esto vino la ira de Dios sobre los hijos de la rebeldía. Por tanto, no tengáis parte con ellos. En otro tiempo erais tinieblas, ahora en cambio sois luz en el Señor: vivid como hijos de la luz.
Sí, nosotros, los hombres, realmente estamos llamados a ser “como Dios”. Jesús incluso nos exhorta a ser “perfectos como el Padre Celestial” (Mt 5,48). Ahora bien, este “ser como Dios” no debe entenderse al modo en que se presentó la tentación en el Paraíso (cf. Gen 3,5); sino que es una invitación a vivir y actuar en el Espíritu de Dios.
Aplicando el discernimiento de los espíritus, hemos de notar atentamente que las palabras que emplea el diablo para tentar a nuestros primeros padres, correctamente entendidas, corresponden a la verdad. Pero él persigue otra intención con ellas. Monseñor Schneider lo expresó atinadamente en estos términos: “La tentación era ‘ser como dios pero sin Dios’.” Lo correcto, en cambio, sería “ser como Dios con Dios”.
La lectura de hoy nos muestra en qué consiste este “ser como Dios”: imitar Su compasión, Su disposición a perdonar, Su amor… Es Su Espíritu el que obra esto en nosotros, siempre y cuando lo escuchemos y nos dejemos guiar por Él. De este modo, realmente nos asemejamos al Señor, porque entonces nuestro pensar y actuar ya no estará determinado por nuestra naturaleza caída, siempre susceptible a la seducción; sino por el Espíritu del Señor. ¡Ésta es la verdadera transformación que sucede en nosotros! ¡Así se restablece la imagen de Dios en nosotros!
Todos debemos tomar conciencia de que será un largo camino a recorrer, que sólo en la eternidad llegará a su culminación. Aunque por parte de Dios recibamos todas las gracias, hace falta que las interioricemos, para que puedan tener un efecto duradero en nosotros y, siendo luz en el Señor, podamos vivir como “hijos de la luz”. ¡Qué bella expresión!
San Pablo nos describe esta gloria, pero sin omitir los peligros que ponen en riesgo nuestra vocación como “hijos de la luz”.
Como primeros peligros menciona la fornicación, la impureza y la avaricia. Vemos que estos conceptos no han perdido actualidad en el presente, y de ninguna manera son “términos ya superados”, que no encajan en nuestro mundo “moderno y racional”. ¡El hombre sigue siendo el mismo, con sus potencialidades y extravíos!
Afortunadamente, el Apóstol de los Gentiles señala que estas cosas “ni se nombren entre vosotros”. ¿Qué pensaría si se encontrara con el mundo de los medios de comunicación de hoy en día?
San Pablo no se opondría si añado que no sólo no ha de hablarse de estas cosas; sino que incluso los pensamientos y sentimientos que vayan en esa dirección han de ser manejados en el Espíritu de Dios. Cuanto más prontamente los detengamos, tanto menos podrá difundirse la plaga de la impureza, y, a través de una oración constante invocando la ayuda de Dios, podrán ser limpiadas las cloacas interiores y desvanecerse el influjo de los poderes de las tinieblas. Recomiendo encarecidamente invocar la ayuda de la Virgen María y de Santa Juana de Arco en este campo. En su pureza y bondad, ellas estarán prestas a apoyarnos en nuestra lucha por la castidad.
Conforme a las palabras del Apóstol, no podemos, de ningún modo, pensar que la fornicación y todo esto no es tan grave. ¡Sería un engaño! Si, en vez de luchar, cedemos a las malas inclinaciones, estamos “atrayendo la ira de Dios”. Esto significa que dejamos de vivir en la gracia de Dios, de modo que el Diablo prácticamente tiene campo libre para atormentarnos, oscurecernos, aumentar nuestras dependencias; de modo que ya no podemos reconocer bien la luz de Dios.
Llama la atención el hecho de que San Pablo no se pronuncie en absoluto a favor de un “inclusivismo”. Antes bien, establece una clara separación, diciendo: “No tengáis parte con ellos.” Esto significa que no podemos vivir en comunión con aquellos que no están dispuestos a someterse a Dios y que, con su forma de vivir, sirven al reino de las tinieblas. Podemos orar por ellos y ofrecer sacrificios; en la medida en que sea posible, brindarles siempre una mano para ayudarles a salir de su extravío. Pero es ilusorio creer que podríamos incluirlos a todos en una gran comunidad, siendo todos hermanos y hermanas. Ellos se auto-excluyen con su forma de vivir. Para poder tener parte en la comunión de los “hijos de la luz”, hace falta primero una sincera conversión. ¡Ciertamente San Pablo lo diría así, y yo le creo!