Mientras Pablo los esperaba en Atenas, se consumía en su interior al ver la ciudad llena de ídolos. Entonces Pablo, de pie en medio del Areópago, habló: “Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie, porque al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que estaba escrito: ‘Al Dios desconocido’. Pues bien, yo vengo a anunciaros lo que veneráis sin conocer. El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos fabricados por hombres, ni es servido por manos humanas como si necesitara de algo el que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo, de un solo hombre, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra.
Y fijó las edades de su historia y los límites de los lugares en que los hombres habían de vivir, para que buscasen a Dios, a ver si al menos a tientas lo encontraban, aunque no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vuestros poetas: ‘Porque somos también de su linaje’. Si somos linaje de Dios no debemos pensar, por tanto, que la divinidad es semejante al oro, a la plata o a la piedra, escultura del arte y del ingenio humanos. Dios ha permitido los tiempos de la ignorancia y anuncia ahora a los hombres que todos en todas partes deben convertirse, puesto que ha fijado el día en que va a juzgar la tierra con justicia, por mediación del hombre que ha designado, presentando a todos un argumento digno de fe al resucitarlo de entre los muertos”.
Después de que el Señor soltara las cadenas de los apóstoles mediante un poderoso signo, que incluso hizo que el carcelero abrazara la fe junto con toda su familia, los pretores de Filipos quisieron ponerlos en libertad (Hch 16, 35). Sin embargo, Pablo insistió en que vinieran ellos mismos y les reprochó haberlos azotado públicamente sin previa condena, siendo ellos ciudadanos romanos (v. 37). Al oír esto, los pretores se asustaron, “les pidieron disculpas y les rogaron que abandonaran la ciudad” (v. 39).
En Tesalónica y Berea, adonde se dirigieron a continuación Pablo y Silas, su anuncio experimentó una acogida similar a la de las otras ciudades. Por un lado, encontraron corazones abiertos que les escucharon de buena gana, incluidas mujeres de la nobleza (Hch 17,4), y no pocos creyeron, tanto judíos como griegos. Por el otro lado, fueron nuevamente los judíos envidiosos quienes trataron de impedir la expansión de la fe, procediendo de la misma manera que en los otros lugares (v. 5). Incitaron a los habitantes de la ciudad, especialmente a las autoridades, de manera que los apóstoles tuvieron que huir nuevamente. En su última huida de Berea, Pablo fue llevado solo a Atenas, mientras dio instrucciones a sus acompañantes de que Timoteo y Silas le alcanzaran cuanto antes (v. 15).
Al ver los ídolos que llenaban la ciudad de Atenas, Pablo se consumía de ira, como nos dice el pasaje de hoy. Hay que tener presente que, desde tiempos remotos, los judíos habían recibido la estricta orden del Señor de alejarse de todos los ídolos, que representan una ofensa al único Dios y cuyo culto constituye una violación del primer mandamiento. Por tanto, podemos hablar de una «ira santa» que invadió a Pablo, similar a la que llenó a Jesús cuando vio cómo la casa de su Padre había sido convertida en una «cueva de ladrones» (Mt 21, 13).
Pablo ya había empezado a predicar en la sinagoga de Atenas y también discutía con algunos filósofos epicúreos y estoicos (Hch 17,17-18). Éstos lo llevaron al Areópago, donde siempre acudía mucha gente para escuchar las últimas novedades. El relato de hoy nos ofrece un discurso muy astuto de Pablo. Tras haber refrenado su ira en vista de tantos ídolos, se valió de lo que había visto en aquella ciudad como “punto de enganche” para el anuncio. Antes había honrado la religiosidad de los atenienses, fijándose en su buena intención a pesar de que seguían atrapados en la idolatría, con el fin de llevarlos al conocimiento del verdadero Dios.
En este discurso, el Apóstol de los Gentiles nos da un buen ejemplo de cómo lidiar con situaciones similares. La pastoral y la preocupación por cómo llegar a las personas deben ir precedidas por la verdad objetiva, que nunca puede omitirse: lo que adoran son ídolos. Pero, una vez teniendo clara esta realidad, se puede buscar un punto de enganche en sus creencias religiosas, aunque sean erróneas o imperfectas, para anunciarles el Evangelio a partir de ahí. Pablo lo hace de forma ejemplar al mencionar el altar «al Dios desconocido», del que se vale para anunciar a los atenienses el Dios que veneraban sin conocer. También cita a uno de sus poetas en su discurso: «En él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vuestros poetas: “Porque somos también de su linaje”».
Así, Pablo les hace entender que Dios no puede ser simplemente el producto del arte y del ingenio humano, y empieza a hablarles del Hombre que juzgará el mundo y a quien Dios resucitó de entre los muertos. El relato de los Hechos de los Apóstoles en Atenas termina así:
“Cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se echaron a reír y otros dijeron: ‘Te escucharemos sobre eso en otra ocasión’. Así que Pablo salió de en medio de ellos. Pero algunos hombres se unieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio el Areopagita, y también una mujer que se llamaba Dámaris, y varios más” (Hch 17,32-34).
Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/oracion-al-espiritu-santo/