“¡Abbá, Padre! Todo te es posible, aparta de mí este cáliz; pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc 14,36).
Estas palabras de Jesús han quedado profundamente marcadas en todos aquellos que han sabido aceptar un sufrimiento de manos del Padre. No es fácil reconocer en ellos su amor paternal, menos aún cuando se trata de sufrimientos que no hemos atraído por nuestra propia culpa. La persona puede encontrarse sumida en una profunda oscuridad y sólo la fe desnuda le ayuda a atravesar aquella situación: la fe en el amor del Padre.
Jesús mismo experimentó aquella hora, cuando oró al Padre pidiéndole que –si era posible– el cáliz pasara sin tener que beberlo.
Sin embargo, el Padre no le eximió de este sufrimiento; este sufrimiento que ofrecería a la humanidad entera la reconciliación con Él. Él mismo lo padeció en su Hijo; Él lo padeció voluntariamente; Él lo padeció por amor a nosotros.
Aquí se nos revela el sentido más profundo del sufrimiento ineludible.
Si hubiera habido un camino distinto y mejor, Dios habría optado por él. Pero esta Pasión del Señor fue el camino de la Redención y expiación. Al recorrer y asumir el camino del sufrimiento, Dios nos mostró hasta dónde llega su amor, buscando salvarnos.
Los discípulos no fueron capaces de cargar con el Señor las horas en Getsemaní, ni siquiera una sola. Les resultó demasiado oscuro acompañar a su Señor y Mesías en aquella hora. Así, no hubo para el Señor ningún apoyo humano. Pero un ángel bajó del cielo y lo consoló (Lc 22,43).
En nuestro sufrimiento, a menudo no contaremos con apoyo humano. Pero siempre recibiremos un consuelo: es el Señor mismo, quien nos ayuda a orar como Él. Por tanto, podemos pedirle al Padre –al igual que Jesús– que nos exima del sufrimiento. Pero si no lo hace, hemos de repetir, con la fuerza del Espíritu Santo, sus mismas palabras: “Que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.” Así unimos nuestro sufrimiento al del Señor, y entonces será Él mismo quien sufra con y en nosotros.
Nuestro Padre lo aceptará, así como aceptó el sufrimiento de su amado Hijo. De esta manera, podremos hacer realidad las palabras de San Pablo: “Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).
Entonces, en medio de la oscuridad, brillará una luz.