“No tengas miedo de llamar a las cosas por su nombre” (Palabra interior).
A nuestro Padre le encanta que seamos sinceros y transparentes, pues así mismo es Él. Cualquier cosa torcida o complicada, cualquier actitud carente de transparencia es y sigue siendo ajena a su ser. El Señor nos pone como ejemplo la sencillez de los niños: “Si no (…) os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3). También nos exhorta a ser claros en nuestras palabras: “Que vuestro modo de hablar sea: ‘Sí, sí’; ‘no, no’. Lo que exceda de esto, viene del Maligno” (Mt 5,37).
La doctrina que nuestro Padre ha confiado a su Iglesia, a pesar de su complejidad, es muy sencilla en su esencia. Dejándose iluminar por el Espíritu Santo, toda persona puede comprenderla y también notar si se está tergiversando la doctrina. Los fieles más sencillos son capaces de expresar las verdades de la fe con gran claridad, mientras que otros se dejan confundir por pensamientos demasiado complicados, que el famoso “Himno Akathistos” de la Iglesia Oriental describe como “enredos de agudos sofistas”.
Así, pues, el Señor nos llama a profesar nuestra fe, especialmente en tiempos en que su luz experimenta un creciente oscurecimiento en el mundo y, por desgracia, también en la Iglesia.
Es un tiempo en el que cada uno de nosotros debe defender intrépidamente la verdad de nuestra santa fe y sus valores, allí donde Dios lo haya colocado y en la manera que le sea propia.
Sólo la fe en el Hijo de Dios y la obediencia a sus mandamientos abre el acceso al Reino de los Cielos. ¡No existe otro camino para el hombre! Esto es lo que la Iglesia está llamada a anunciar. ¡Así de sencillo! Si deja de hacerlo, el espíritu de confusión penetra en ella y nuestro Padre ya no es glorificado.
Por tanto, no tengamos miedo de anunciar el amor de nuestro Padre, ni de identificar y señalar lo que se desvía de nuestra fe. ¡Nuestro Padre nos lo pagará!