“Conozco vuestras necesidades, vuestros deseos y todo lo que hay en vosotros. Pero ¡cuán feliz y agradecido estaría al veros venir a mí, confiándome vuestras necesidades, así como lo hace un niño que tiene plena confianza en su padre! ¿Cómo podría negaros algo, sea de mínima o de gran importancia, si me lo pidierais?” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).
Si asimilamos e interiorizamos estas palabras de nuestro Padre Celestial, nuestra vida se reviste de una grandiosa sencillez. Poseemos un Padre cuyo gran amor somos nosotros y cuyo profundo deseo es que conozcamos este amor, lo acojamos y vivamos en él.
Entonces, ¿cuál es el cambio que sucede cuando realmente vivimos así? Empiezan a cobrar sentido todas las maravillosas palabras de la Escritura:
“Me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos” (Sal 138,2).
“Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente” (Mt 10,8).
“No os preocupéis por el mañana” (Mt 6,34).
Descubrimos innumerables ejemplos de la Providencia de nuestro Padre y su cuidado por nuestra vida espiritual y corporal, que fecundan nuestra existencia. Reconocemos cada vez mejor la presencia de Dios y comprendemos que nuestra vida hace parte del plan de un santo amor.
Las personas que sufrían de una dolorosa soledad experimentan la dicha de una amistad con su Padre divino. Nunca más volverán a estar solas, y así recuperan la alegría de vivir.
En efecto, eso es lo que nuestro Padre quiere: que nos dirijamos a Él con todos nuestros deseos, ya sean grandes o pequeños. Nunca somos una carga para Él ni llegamos en momento inoportuno. Nunca seremos rechazados por Dios. Antes bien, nuestro Padre está esperando y le encanta que nos acerquemos a Él con gran confianza. Le hacemos feliz cuando actuamos así, porque Él quiere ver que se haga realidad esta confianza y naturalidad entre Él y sus hijos.
¡Qué invitación! ¡Sólo tenemos que aceptarla!