1Pe 1,3-9
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia y mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros. El poder de Dios, que se activa por medio de la fe, os protege para la salvación, dispuesta ya para ser revelada en el último momento. Por este motivo, rebosáis sin duda de alegría, pero es preciso que todavía por algún tiempo tengáis que soportar diversas pruebas.
De ese modo, cuando Jesucristo se manifieste, la calidad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es acrisolado por el fuego, se convertirá en motivo de alabanza, de gloria y de honor. Amáis a Jesucristo, aun sin haberle visto; creéis en él, aunque de momento no le veáis. Y lo hacéis rebosantes de alegría indescriptible y gloriosa, alcanzando así la meta de vuestra fe, la salvación de vuestras almas.
Los tiempos de prueba son difíciles para nosotros y anhelamos su final. Esta reacción es muy comprensible, pues corresponde a nuestra naturaleza humana. En efecto, sabemos que en la eternidad ya no existirán estas pruebas. Gracias a Dios, podremos entonces contemplarlo a Él cara a cara, sin jamás volver a ser atacados, sin la más mínima perturbación. Hacia esa realidad nos dirigimos y nuestra alma se regocija –o al menos debería hacerlo en espíritu– al tan sólo pensar en ello.
Sin embargo, el Apóstol Pedro, en su sabiduría, no sólo nos exhorta a poner la mirada en la eternidad; sino que, precisamente con esta visión de la eternidad, nos anima para el presente. ¡Las pruebas no deberían robarnos la alegría! Cuando las superamos, incluso se convierten en un mérito para nosotros.
Ésta es una perspectiva muy importante. Dios nos da la gracia de hacer que estas circunstancias adversas en nuestra vida terrenal –las persecuciones, los sufrimientos y las tentaciones–, se conviertan en “oro” o incluso “más preciosas que el oro”, como dice el Apóstol. En cierta medida, depende de nosotros qué tan cerca de Dios podamos estar en la eternidad; depende de que libremos el combate que hace parte del camino de la fe. Al aceptar conscientemente esta lucha, le demostramos al Señor nuestro amor, y con cada prueba que superamos, este amor crece y se consolida.
En nuestro camino espiritual nos esforzamos por alcanzar la perfección en el amor; es decir, la unificación con el Señor, que se da precisamente en el amor.
Podemos entenderlo de forma muy sencilla: El Señor nos creó por amor, nos redimió por amor y nos santifica en el amor. No hay para Él otra motivación, pues Él es el amor mismo. Por eso, la meta de nuestra vida espiritual es la de estar eternamente unidos a Él en este amor divino, en el cual también tiene cabida nuestro amor humano purificado. Ésta es la maravillosa obra que Dios quiere realizar en nosotros, por la cual jamás podremos agradecerle lo suficiente. Esta obra de salvación es completada por el Espíritu Santo, que ha sido derramado en nuestros corazones (Rom 5,5) y lleva a cabo en ellos la gran tarea de nuestra transformación interior.
Ahora Dios nos da la oportunidad de poner nuestra parte en el aumento de este amor, no sólo a través de nuestras alabanzas, la recepción de los sacramentos, las buenas obras y todo tipo de auténticas prácticas religiosas; sino también a través del combate espiritual. Éste nos enseña a afrontar las tentaciones y pruebas de tal manera que nos fortalezcan (porque estamos probando la “calidad de nuestra fe”) y, al mismo tiempo, debiliten el poder del Maligno, quien quiere aprovecharse de nuestras debilidades e inclinaciones desordenadas para hacernos caer; es decir, para apartarnos de Dios.
Desde este trasfondo, queda claro por qué el Apóstol no se limita a compadecerse de nosotros por estar expuestos a tales pruebas; sino que nos muestra cómo Dios se vale de estas pruebas para nuestro bien.
Ésta es la pauta decisiva: aprender a ver cómo Dios ve las cosas y cuál es su plan para con los suyos al permitir el mal. Esto cuenta para la dimensión personal, pero también se aplica al mal en el mundo y en la Iglesia.
Con la ayuda del Apóstol Pedro, deberíamos ser capaces de recordar esto en la situación concreta cuando seamos atacados, e invocar al Espíritu Santo para que no caigamos en las insidias del Diablo ni nos dejemos seducir por el mundo y nuestras propias apetencias.
Si nuestra fe se consolida, sabremos resistir en todas las pruebas, y el Señor se alegrará cuando lleguemos un día ante su presencia.