“Sé exigente contigo mismo, pero sin dureza ni obstinación” (Palabra interior).
Éste es un consejo muy valioso para nuestra vida espiritual y apostólica, y por supuesto se aplica también a nuestra vida cotidiana. No pocas veces sucede que somos lentos a la hora de sacar consecuencias, de modo que las cosas se quedan en un acto de buena voluntad que luego no se aplican suficientemente.
Ser exigente sin dureza ni obstinación es una obra de arte espiritual que podemos aprender en la escuela de nuestro Padre. ¿No es exactamente ésa la manera en que nuestro Padre nos forma cuando estamos dispuestos a obedecerle? ¿Acaso el Espíritu Santo no nos llama la atención sobre nuestras faltas y omisiones con suavidad, pero a la vez con insistencia y reiteradamente? ¿No nos tiende al mismo tiempo su mano para ayudarnos a no decaer? ¿No es precisamente así como nuestra tendencia a la dureza y obstinación se ve suavizada y da paso a una actitud más reflexiva y, por tanto, moderada?
Entonces, ¿cómo debemos tratarnos a nosotros mismos? ¡Como lo hace el Señor! Observemos atentamente cómo Él guía nuestra vida y dejemos que el Espíritu Santo nos conduzca en nuestra autoformación. Él nos dará la luz para reconocer lo que debemos hacer y, al mismo tiempo, nos concederá la fuerza y la perseverancia para ponerlo en práctica. Esto cuenta especialmente cuando se trata de trabajar en nuestras faltas e imperfecciones. La dureza y la obstinación pueden dar a corto plazo la impresión de que tenemos las cosas bajo control, pero luego volvemos a caer y fácilmente nos desanimamos.
Por tanto, es importante que nos pongamos en camino y demos el primer paso, que, aunque sea pequeño, sea consistente. Con la ayuda de Dios, este primer paso vendrá seguido por otros. De lo contrario, nos paralizaríamos interiormente y se nos volverá cada vez más difícil vivir con coherencia.